Nuestras sociedades, pretendidamente avanzadas en la defensa de los derechos humanos, conviven con un enorme agujero negro de explotación sexual cotidiana con miles de mujeres y niñas como víctimas. Se llama prostitución y se practica en España con casi total impunidad en más de 1.500 locales públicos y en las calles de la mayor parte de nuestras ciudades.
Es hora ya de acabar con esta indignidad, y con la hipocresía social que la permite y la ampara.
Las resoluciones del 40 Congreso y las palabras del Presidente Pedro Sánchez comprometen al PSOE en el objetivo irrenunciable de abolir la prostitución “que esclaviza a las mujeres en nuestro país”.
Porque la compra-venta del cuerpo de mujeres y niñas es incompatible con la dignidad del ser humano. Porque convertir el cuerpo de mujeres y niñas en objeto de consumo para los hombres es una expresión más de la desigualdad, la discriminación y la violencia que sufren ellas por ser ellas. Y porque quienes se atreven a lucrarse con este sufrimiento merecen condena social y penal.
Hace unos días, un titular de prensa auguraba que “el PSOE se queda solo” en sus planes para abolir la prostitución. No lo creemos así. La mayoría del movimiento feminista y buena parte de la sociedad española comparten este objetivo en favor de la dignidad de todo ser humano.
No obstante, si así fuera, si el PSOE fuera la única fuerza política que en España persigue abolir la explotación de mujeres y niñas, seguimos firmemente dispuestos a mantener y ganar esta lucha. No sería la primera vez, ni será la última, en que el Partido Socialista lidera en solitario una conquista social que acaba por publicarse en el BOE para disfrute general.
Algunos de los argumentos que se esgrimen en estos días contra la abolición de la prostitución son tan viejos como la propia injusticia social que el PSOE lleva combatiendo desde hace más de 140 años.
Se dice que hay que respetar la libertad de las mujeres que optan por vender sus cuerpos. Y se trata del mismo discurso que mantenían los esclavistas opuestos a las leyes de abolición en el siglo XIX. No hay atisbo alguno de libertad en la explotación sexual de mujeres y niñas que se practica hoy en los polígonos y en los burdeles de nuestro país, como no lo había en los campos algodoneros de Arkansas hace más de doscientos años.
Se sostiene que la abolición de la prostitución arrojará a la marginalidad social a miles de mujeres prostitutas. Y es parecido argumento al que utilizaban quienes se oponían al fin del trabajo infantil en los comienzos del siglo XX, porque “aumentaría la pobreza de las familias a las que estos niños contribuyen”. La marginalidad social se combate con políticas públicas; no se esconde bajo la mugre de la esclavitud sexual.
Se plantean alternativas regulacionistas o favorables a otorgar prestaciones, servicios y vacaciones pagadas a las esclavas sexuales. Pero no se trata de hacerles más soportables el sufrimiento, sino de erradicar las prácticas incompatibles con el respeto a los derechos humanos más elementales.
Hay quienes incluso alertan sobre la quiebra económica, la caída del PIB nacional y la merma en la recaudación de impuestos que supondría acabar con los burdeles. Como si ese dinero a repartir pudiera acallar conciencias y legitimar las indignidades que cada día se cometen en esos antros sobre miles de mujeres y niñas.
Ya no basta con perseguir la trata. Hay y habrá trata mientras haya prostitución, porque el fin de la trata de mujeres y niñas secuestradas y esclavizadas no es otro que el proveer de carne fresca a los prostíbulos.
No basta con perseguir a los proxenetas o a las “tercerías” que se benefician indirectamente de la explotación sexual, porque mientras el comercio de carne de mujer sea legal, proxenetas y “terceros” encontrarán la manera de obtener su ganancia indigna.
Hay que acabar con esto, ya. Aunque tengamos que hacerlo solos.