Son fuertes los lazos con España de Theodoro Elssaca (Santiago de Chile, 1958), poeta, ensayista y narrador, artista visual con especial querencia por la fotografía de cariz antropológico, e incansable gestor de la cultura, sobre todo a través de la Fundación IberoAmericana, institución que preside en su ciudad natal. En España han visto la luz dos obras imprescindibles para entender su trayectoria como escritor: la antología poética Travesía del Relámpago (Ediciones Vitruvio, Colección “Baños del Carmen”, 2013) y la colección de cuentos Fuego contra hielo (Editorial Verbum, 2014). Antes de eso, entre 1984 y 1987, Elssaca incluso residió en nuestro país, y en el centro mismo de Madrid abrió un fecundo taller donde las letras y las artes convivieron armónicamente. Sus versos, en aquellos días, no pasaron inadvertidos para el gran Rafael Alberti, quien calificó de “intensa y poblada de imágenes” una creación poética que, ya por entonces, le postulaba como una voz sutil, muy personal, dentro de la generación chilena de los 80.
No ha de extrañar, por tanto, que los pasos más recientes del autor se hayan seguido con atención desde esta orilla. Ediciones UC, de la Universidad Católica de Chile, publicó en 2018 su nutrida Celebración del instante 365+1 Haiku, y el desencadenamiento de la pandemia ha conllevado la aparición, primero, del volumen Fulgores en la penumbra (2020) –escrito a cuatro voces por Walter Garib, Jaime Hales, Juan Eduardo Esquivel y el propio Elssaca-, y, muy poco después, la de Huésped del aire –ya en 2021 y, como el anterior, bajo el sello de HB Editores-: una consecución donde se funden con particular acierto el discurso propio del ensayo y el tono encendido de la prosa poética. Al calor de tan relevantes novedades, y con un momento histórico de sorprendente crudeza por contexto, se desarrolla esta charla en profundidad donde las letras y las artes, gracias al empuje de un infatigable creador, renuevan su compromiso con la dignidad y la redención de los seres humanos.
-Imagino que, para una naturaleza creadora como la suya, expansiva siempre, y siempre atenta a los vínculos que cabe crear entre colegas –además de con el público, por supuesto-, toda esta experiencia de la pandemia debe de estar resultándole doblemente difícil de sobrellevar…
-Nada más triste que enterarse de la muerte de quienes han sido nuestros amigos. Peor aún cuando no es posible visitarlos: “…arrebatados sin la posibilidad de la despedida, el abrazo necesario, la mirada presente”, digo en mi nuevo libro, y en otro episodio agrego: “… congelado en el tiempo y sitiado por la pandemia…”.
Volqué mi energía y creatividad en la escritura a tiempo completo, de ese trance surgieron estos dos nuevos libros.
En Huésped del aire, aplico todos los conceptos que suelo transmitir a los escritores jóvenes que asisten a las tertulias, acerca de la arquitectura interior del libro, en este caso construido en cuatro grandes capítulos, que contienen unos catorce episodios cada uno, completando algo más de doscientas páginas de este ensayo en clave de prosa poética.
Regreso al inicio de esta respuesta para contarte que uno de esos capítulos está completamente consagrado al “Réquiem para amigos y autores que partieron en días de pandemia”, y digo: “Se nos van los amigos igual que lágrimas en la lluvia”.
En ese capítulo hay semblanzas, entre otros, a Luis Sepúlveda, el novelista chileno que creó y dirigió el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, Capital de la Costa Verde, donde lo visité hace unos años; nuestro Premio Nacional en 2008, Efraín Barquero, autor de La mesa de la tierra, que vivió buena parte de su vida en Marsella, donde alguna vez me dijo: “Theodoro, me levanto al alba a esperar que venga el poema”. Naturalmente, se encuentra entre ellos nuestro querido poeta español Manuel Quiroga Clérigo, de Majadahonda, con quien dimos lecturas y recorríamos Madrid, transformando a la ciudad toda en un relato viviente, haciendo hablar a cada calle y café con historia, recuperando la memoria de los grupos literarios, las generaciones y épocas.
-El pasado 29 de mayo de 2021, durante el lanzamiento virtual internacional de su ensayo poético Huésped del aire, tuve ocasión de hacer hincapié en el subtítulo de la obra, que no es Visiones de la pandemia sino Visiones desde la pandemia. La preposición elegida, no “de” sino “desde”, nos habla de puentes tendidos hacia otras realidades, algo que es absolutamente connatural a su visión no sólo de las artes sino también del mundo. En esta oportunidad tan especial, ¿de qué manera ha logrado sentirse más cómodo para tenderlos?
-Visiones “desde” la pandemia ha significado vivir este tiempo de encierro en la soledad casi absoluta, a la manera de un monje anacoreta. La contemplación del acontecer en relación con la evidente vulnerabilidad de la condición humana, siempre en jaque.
Desde ese territorio, en profunda meditación filosófica, experimenté el viaje interior que me hizo conectar con los fantasmas poéticos. Cito: “Caravana de amigos muertos me visita y ocupan la casa. Cada uno tiene tantas cosas por contar que no me dejan dormir, me acerco a ellos y es como asomarme a otros mundos…”.
De alguna manera insospechada, esos puentes los tendieron los amigos que partieron. Yo fui solo un instrumento.
-El tono poético de Huésped del aire entronca con la prosa sutil, llena de sugerencias líricas, que dio carta de naturaleza a sus cuentos reunidos en Fuego contra hielo. Este tono de Huésped del aire, ¿fue deliberado o surgió sobre la marcha, incrementándose a medida que avanzaba en la escritura?
-Surgió espontáneo y, a medida que se fue construyendo, se cristalizó un nuevo estilo, una impronta que se iba consolidando hasta emerger absolutamente deliberada, meditada, en una escritura sin pausa, un torrente incontenible que perforó los instantes abriendo paso y encontrando el cauce o haciendo horadaciones para transitar el desafiante territorio de la prosa poética encendida.
Quise interpretar y plasmar desde esta circunstancia, algunas reflexiones que afloraban a la superficie. La realidad fue superando todo pronóstico y fui consumido y arrastrado hacia esta escritura abisal.
Por ello las referencias al Dante, Petrarca, Cervantes, Shakespeare, a pintores como Goya y Giorgio de Chirico, a filósofos como Kant y Heidegger, que van creando una red simbólica de significados.
En Fuego contra hielo se produce otro fenómeno: son treinta las narraciones a manera de bitácora de viajes, autónomas, que logran su coherencia en la relación con otras geografías y culturas que he habitado y recorrido -Buenos Aires, Rapa Nui, Marraquech, México, Estambul, Madrid-, alcanzando la concepción de un corpus, cuyo único leitmotiv es el encuentro con el otro, su cultura, realidad y circunstancia que lo envuelve. Con magnífico prólogo de Alberto Infante y un texto preliminar de Antonio Skármeta, que cito: “Estos cuentos hacían falta. Tienen el perfume instantáneo del relato árabe, la fusión inquietante entre la sofisticación del mundo cultural y la naturaleza impenetrable llena de llamados místicos. Elssaca tiene la libertad narrativa propia del artista visual…”.
Según algunos críticos, se trata de una escritura tan poblada de imágenes que cualquiera de estos cuentos puede ser adaptado como una pieza teatral o un proyecto cinematográfico.
-Y en lo que respecta a la otra obra surgida en este tiempo insólito y complejo, el libro colectivo Fulgores en la penumbra, ¿cómo fue su proceso de creación? El hecho de congregar y conjuntar a cuatro voces, ¿quizá sirvió para hacer más llevadero el aislamiento sobrevenido, en los primeros meses de la emergencia sanitaria?
-El encuentro de los cuatro surgió de presentaciones de libros y lecturas en Viña del Mar y Valparaíso, donde paso algunas temporadas escribiendo a la orilla del Pacífico. Iniciada la pandemia en Chile (marzo 2020), el director de HB Editores me llamó para proponerme este proyecto. Efectivamente, esta publicación en conjunto nos ayudó a salir del pantano y enfocar nuestra escritura. Este impulso inicial abrió paso al libro siguiente. Escrituras diversas germinadas de este tiempo complejo, de contradicciones y sentimientos encontrados.
El aislamiento ha exacerbado la necesidad de relacionarse con el otro; de alguna manera, la pandemia hizo que la literatura se pusiera de moda y surgieron nuevas colaboraciones que abrieron insospechados caminos. Nos conectamos con autores de todo el mundo. Ya no fue necesario tomar aviones y agravar la huella de carbono responsable del cambio climático.
A manera de conclusión, hago énfasis en que la situación del encierro ha sido una oportunidad para despojarnos de lo superfluo y encontrar lo genuino.
-Del proceso que la cultura de Chile, y la cultura de Iberoamérica en general, ha tenido que emprender para adaptarse a las actuales circunstancias, ¿qué destacaría principalmente? ¿Echaría algo en falta, dentro de las lógicas restricciones?
-Esto abrió los canales a nuevas formas de comunicación y de trabajos participativos, en alianzas que fortalecieron o crearon puentes entre los hispanoparlantes del mundo. Destacaría que el encierro produjo la valoración y retorno a los libros.
Nunca me había escrito tanta gente que no conozco, y eso más que entorpecer mi trabajo concentrado, más bien enriqueció el horizonte de los diálogos.
Por ejemplo, así emprendí -entre otras cosas- la responsabilidad de ser el editor de contenidos literarios del portal www.valpoesia.cl
Claro que echaría algo en falta. Cito de Huésped del aire: “La vida del escritor siempre ha estado enraizada con los cafés y bares. Han estado todos cerrados, como si no existieran. Tiempo amurallado por el látigo temerario de un contagio mutante”.
-Los confinamientos, inevitablemente, traen consigo las nostalgias… ¿Qué extraña más de Europa, y en concreto de nuestro país?
-A inicios de la pandemia tuve que suspender dos grandes viajes a Europa, comprometidos con años de antelación: a Croacia, donde fui traducido por Željka Lovrenčić, de la Universidad de Zagreb, que publicó mi antología poética actualizada, para la cual se había organizado una gira de presentaciones que incluyen: Pula, Split, Rijeka, Osijek, Zadar, Dubrovnik. Y otro viaje a Noruega, donde el embajador de Chile me esperaba el 15 de abril de 2020, en Oslo, para dar conferencias sobre mis expediciones poéticas de los años ochenta a Rapa Nui y Amazonas, en base a la presentación de los libros respectivos.
España siempre seguirá siendo mi hogar, donde tengo amigos entrañables con quienes he compartido por décadas. Espero regresar pronto a Madrid y recorrer también otras ciudades, para dar alguna lectura y reunirme con los sobrevivientes de esta tragedia. Desde joven he viajado parte de América, Europa, África, Asia y la región polinésica de Oceanía, y si tuviera que elegir un lugar para vivir, sin dudarlo, ese lugar es Madrid. Algo me pasa en esa ciudad. Siempre se me hace poco el tiempo para el encuentro con amigos y autores.
-Háblenos de aquellos años ´80 vividos por usted en España. Sin duda, debió de ser una época apasionante, con un Madrid tan distinto al actual por escenario…
-Mi primer viaje a Madrid fue en 1979: definitivamente, un amor a primera vista. Comencé a descubrir más de Hispanoamérica y sus autores, en España.
Regresé a Europa en 1983, invitado a la Feria del Libro de Frankfurt del Meno por su presidente, el poeta Peter Weidhaas, quien me presentó a Borges, García-Márquez, Benedetti, Octavio Paz y otros gigantes… Allí me quedé trabajando por un año. Sus cartas manuscritas pasaban por mis manos, pues no se usaban los medios electrónicos actuales. Mi labor era específica para América Latina, bajo la dirección de Günter Simon. En los festivos me arrancaba a Madrid, alguna vez con escala en el Festival de Poitiers donde estaba Alain Sicard, o en Toulouse para visitar a Augusto Roa Bastos, autor de Yo el supremo. Tiempo en que pasé a entrevistar a Juan Carlos Onetti: conversamos toda una tarde inolvidable bajo la densa fumarola, asistidos con aromático café arábigo preparado por su leal compañera, Dorotea Muhr, la prodigiosa violinista austriaca.
Hice coincidir uno de esos viajes con la exposición de Roberto Matta en el Círculo de Bellas Artes, acompañado por su amigo poeta y pintor Rafael Alberti.
En esos años mi exposición fotográfica “América y Neruda-poemas visuales” itineró por Frankfurt, Stuttgart, Berlín y otras ciudades de Alemania, Holanda y Bélgica, hasta llegar a Madrid, donde fue presentada por Félix Grande y José Manuel Caballero Bonald.
Desde esa ciudad tan central -Frankfurt-, viajé por Italia, Francia, España, Suiza, Grecia, en busca de poetas y de la poesía. Al año siguiente me instalé en la Rue la Mouffetard, en París. Estaba allí, en ese barrio legendario de galerías de arte y ferias de anticuarios, junto a un viejo bistrot con historia, murallas que hablan, donde solía escuchar relatos sobre las huellas de los poetas malditos, cuando fui invitado al Primer Encuentro de Jóvenes Creadores, en el Palacio de Congresos de Madrid, donde me presenté con mis dos libros publicados: Aprender a morir (1983) y Viento sin memoria (1984).
Bajé del tren y de inmediato sentí que me liberaba de años del doloroso exilio del lenguaje, como si hubiera estado proscrito del paraíso; una sensación tan diferente para un músico o pintor, que pueden prescindir de las palabras: raíz, semilla y génesis de mi búsqueda. Nuevamente respiraba la atmósfera madrileña; el idioma de Cervantes me llenaba de temple. Desde esa época me quedé en Madrid impregnado de toda manifestación cultural, viviendo en contacto con los grandes autores y sus obras.
Desde la Sociedad de Escritores de Chile y la Comisión Neruda, me otorgaron la envestidura de “representante”, encomendado de entregar significativas cartas, libros y otros presentes a Rafael Alberti, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, María Zambrano, Luis Rosales, Miguel Delibes, Rosa Chacel y otros relevantes autores de la escena literaria de esa época, de los que conservo enseñanzas que hoy son parte de mi formación.
Eran los años de Enrique Tierno Galván, “el viejo profesor” alcalde de Madrid, «más libros, más libres», del que también guardo recuerdos y algunas cartas muy elogiosas hacia mis libros de poesía, que le dediqué durante un foro cultural. Una tarde otoñal, Marcos Ana me llevó al despacho de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”; esa flor del siglo XX me condujo a la verdadera historia de Las Trece Rosas, que en realidad eran catorce; entonces, como si estuvieran respirando junto a nosotros, Dolores, con inusitada pasión, fue diciendo sus nombres que poblaron el aire de su antiguo despacho, y estaban allí flotando, en ese firmamento. Pude notar como el tono de su voz fue cambiando, y después nos quedamos abrazados, en silencio; sus manos pequeñas entre mis manos eran las mismas manos que alguna vez habían abrazado el ideario de las muchachas muertas.
Afortunadamente he conservado cintas grabadas de varias de esas conversaciones, libros, documentos y fotografías análogas, que dan testimonio de los encuentros.
Recuerdo ese Madrid en blanco y negro, pero con un ímpetu cultural tremendo. En todas partes la gente estaba hablando de Celaya, Buñuel, Sarasate o Picasso, como si de súbito fuesen a entrar al café que nos acogía.
Junto a Roque Esteban Scarpa, director de la Biblioteca Nacional de Chile, y Alfredo Matus Olivier -que lo sucedió en el cargo-, asistí al homenaje a los cincuenta años del asesinato de Lorca, 1986, en el Centro Cultural de la Villa. Los poetas amigos de Lorca hablaron sobre Federico con tal naturalidad que lo trajeron a nuestro tiempo. Escuchar a José “Pepín” Bello, su compañero de habitación en la Residencia de Estudiantes y amigo de toda la vida, fue casi como conocer a Lorca. De alguna manera la presencia del poeta granadino de Fuente Vaqueros estaba en la atmósfera, para borrar la mancha roja junto al añoso olivo que lo vio caer en Alfacar.
En esa época todo Madrid respiraba poesía.
Era una ciudad vibrante, en los salones del ICI (Instituto de Cooperación Iberoamericana), el Ateneo de Madrid, el Círculo de Bellas Artes, en las universidades, en las presentaciones de libros o festivales era natural encontrarse con Ernesto Cardenal, Thiago de Mello, Carmen Martín Gaite, Torrente Ballester, Francisco Ayala, Ana María Matute, Pepe Hierro, Julio Ramón Ribeyro, Antonio Gamoneda, José Ángel Valente o Juan Goytisolo.
Me rondan las imágenes de autores tan magníficos como el brasileño Jorge Amado, vestido de traje blanco, sombrero alón de toquilla, albo pañuelo de seda y zapatos de tacón estilo polainas, con sus palabras untadas en el aroma del cacao, cosechado en Bahía por las mismas mujeres cadenciosas que inspiraron sus novelas en ese país de carnaval, en contraposición o cruce a la figura igualmente magnífica del andaluz Antonio Gala, con el acento de Ciudad Real, en mixtura con tonalidades lisbonenses y florentinas, entrando al paraninfo con estampa y rito, acompasado de precioso bastón duodeno con mango de plata labrada y una capa negra al estilo de Lord Byron.
Cada mañana me levanto y hago un esfuerzo indecible para mirar al futuro y evitar el infarto del alma, consciente de ese esplendor del pasado, porque cada vez que visito ese otro tiempo, esa otra realidad tan poderosa, me siento tan abducido que me cuesta retornar a nuestra actual posmodernidad ambigua y anodina, algorítmica, robótica… Entonces surgen estos fascinantes fantasmas creativos del pasado y me llaman, y algunas veces yo acudo, me quedaría.
En Huésped del aire dedico un capítulo a los cafés y bares literarios donde digo: “Es el eterno retorno a un lugar que ya no existe, pero que pervive al interior, como un sueño que nunca se olvida”. Y en un episodio testimonial sobre la arqueología del alma, agrego: “Desde este largo confinamiento citadino me pregunto imbuido de añoranza: ¿tanto ha cambiado el mundo en algo más de treinta y cinco años? Como si la totalidad de ese cosmos lleno de ideales hubiera sido devorada por un fatídico agujero negro”.
-Recientemente, en septiembre de 2020 y marzo de 2021, Entreletras se ha hecho eco de dos ensayos dedicados por usted a sendas figuras importantísimas de las letras chilenas contemporáneas: Raúl Zurita, con quien comparte generación poética, y el añorado Gonzalo Rojas –Premio Cervantes en 2003-, cuyo influjo se deja sentir bellamente en sus propios versos, y con quien comparte fascinación por la imagen y la idea lírica del “relámpago”. Desde la atalaya que otorga su muy amplio conocimiento del panorama pasado y presente de la poesía chilena –con dos históricos premios Nobel en su haber, Gabriela Mistral y Pablo Neruda-, ¿qué razón podría explicar, a su juicio, que Chile haya sido siempre el país de poetas que es?
-Chile es el país con el mayor número de volcanes activos de América, parte del gran cinturón de fuego; con su geografía insólita, surreal, extravagante, posee casi todos los climas del mundo. Desde las altas cimas de la cordillera más grande de la tierra y sus glaciares, plenas de pumas (el león de América), el huemul, el pudú (el ciervo más pequeño), el cóndor, y grandes valles agrícolas, bañados por ríos caudalosos que forman cascadas desde los farallones, alimentan lagos y desembocan en el océano.
Al norte el desierto más árido, con ciudades que conservan su fibra vernácula precolombina, como San Pedro de Atacama, y el campo geotérmico del Tatio, con sus géiseres humeantes y la segunda caldera volcánica más grande de la tierra, en la enigmática extensión de Los Monjes de la Pakana, portentosos castillos naturales de roca, esculpidos por el viento.
La zona central con su clima templado, de cuatro estaciones bien definidas.
Al sur, ciudades como Concepción, Arauco y las altivas araucarias, Valdivia con la selva lluviosa (atravesada por varios ríos), el archipiélago de Chiloé, con sus treinta islas plenas de mitologías, donde viene a parir a su santuario la gran ballena azul. Más allá, la carretera austral internándose en la Patagonia y Tierra del Fuego, hasta los fiordos de la finis terrae, para pasar a los témpanos flotantes, reservas de agua en la Antártica con sus bloques de icebergs, verdaderas catedrales de hielo sumergidas.
A través de toda esta geografía hay cientos de humedales protegidos, con flora y fauna nativa endémica y 43.471 islas. Si a esto sumamos más de cinco mil kilómetros de costa sobre la enorme cuenca oceánica del Pacífico… La nación es toda poesía.
En el París de inicios de los años ochenta, conocí a Julio Cortázar en el legendario Café de Flore, en el Boulevard Saint-Germain, y me dijo: “Theodoro, la mejor manera de conocer Francia es la roulette -hizo una pausa, lanzó una bocanada de humo del tabaco de su Gauloises y agregó- la moville, quiero decir, la casa rodante. Para conocer Francia o toda Europa”. Cuando regresé a Chile, trabajé intensamente hasta conseguir una casa rodante, que me permitió transitar y dormir en los desiertos, las montañas, a la orilla del mar, al interior de bosques nativos, o en cementerios abandonados donde buscaba sarcófagos y lápidas de olvidados poetas, pintores o fotógrafos pioneros que intento rescatar; así pude comprobar sus fechas y epitafios que consigno en mis poemas y ensayos. Siempre tuve una necesidad visceral por conocer Chile y su gente, el tejido social que lo sostiene, sus costumbres tan diversas, que enriquecen el acervo.
Viajé premunido de cámaras análogas, escribiendo en mis bitácoras de viaje, asistido por mapas y telescopios, para auscultar toda esta sorprendente geografía poética durante varios veranos, y estoy convencido de que en ella misma habita el imaginario del germen literario de avatares y luces que nos torturan y animan.
-Theodoro Elssaca, el autor de esa suerte de canto ritual alucinatorio, de raíz indigenista y monumentalidad manifiesta, titulado El Espejo Humeante – Amazonas (que quedó recogido, por supuesto, en la antología esencial Travesía del Relámpago, de 2013), nos sorprendió en 2018 con la publicación de Celebración del instante y la esencialidad de sus haikus. Un silencio poético que había durado un lustro se rompía por el flanco más insospechado. ¿Cómo surgió, primeramente, aquella poética amazónica, y luego cómo se obró tal viraje? ¿Se trató de un viraje, en realidad?
-El espejo humeante-Amazonas surgió de la expedición poética de 1987 -subvencionada por el Gobierno de Castilla-La Mancha, presidido por José Bono, en miras al V Centenario-, a la mayor biodiversidad planetaria, donde me encontré con el jaguar y las tribus primigenias que lo habitan, los Aguaruna, Machiguenga, Wayapi, Piros, Asurini, Sharanahua…, con sus ritos, danzas y dialectos perdidos en la mayor espesura. Navegamos los ríos anchos y caudalosos, donde murieron tres de los amigos que me acompañaban, el antropólogo, el botánico y el ornitólogo; a ellos dediqué este libro pleno de petroglifos que rescatamos desde las placas de roca o en las aldeas ceremoniales.
Permanecí todo ese año sin contacto con la civilización. Viaje interior, donde se puede “ser” sin ser visto.
Yo buscaba secretamente los arquetipos, las formas esenciales del universo reveladoras de un orden superior.
Treinta y cinco años antes de publicar Celebración del instante 365+1 Haiku, en 1983, asistí a las conferencias de Borges sobre el Haiku, en Alemania; a partir de ese instante comencé a contar sílabas como un desafío. Fui llenando diversos papeles con lo que estaba sucediendo, expresado en la fórmula de las diecisiete sílabas, en 5/7/5. Los Haiku han acompañado mi camino y brotan como testigos desde los cajones del escritorio, libretas, papeles diversos y en especial en las bitácoras de viaje. Nunca los escribí pensando en editar un libro con ellos; siempre fueron parte del arcano interior, una escritura íntima, secreta, clandestina, que a ratos brotaba subrepticia en momentos insospechados, o desaparecía por semanas para emerger exultante.
Motivado por Samia decidí ordenar y digitar esos momentos dispersos “del aquí y el ahora” que, en más de tres décadas de silabear, superaron el millar de breves poemas japónicos y culminaron en Celebración del instante 365+1 Haiku, por año bisiesto.
Por ello, este libro está organizado en doce capítulos acompañados de caligrafías y traducciones al japonés realizadas por mi maestra, Junko Kuroda (la sobreviviente sensei, nacida en agosto de 1945, mientras eran lanzadas las bombas atómicas). Ella aún habita al interior de un bosque secreto, a orillas de un lago, cerca de la ciudad de Kioto donde me espera. También los capítulos contienen pinturas Sumi-E de los siglos XV al XVII, más dieciséis caligramas de mi autoría.
-¿Está escribiendo poesía en el momento presente? ¿Brotarán poemas de Theodoro Elssaca de estos días difíciles?
-Claro que sí, estoy trabajando simultáneamente en tres nuevos libros de poesía. Son absolutamente diferentes entre ellos y, además, dan un giro a buena parte de mi poesía escrita hasta 2013. Uno trae en su galope los ecos del tiempo actual, la marca de la incertidumbre; otro libro recoge los nuevos poemas de amor, y un tercero es mi homenaje a los autores que nos precedieron, como Darío, Mistral, Huidobro, Cervantes, Blas de Otero, Alberti. Estos tres libros han sido un camino paralelo entre sí y con los dos recién publicados en pandemia. Simultáneamente, he escrito varios prólogos críticos para libros de otros autores(as) de Chile y de otros países. Semblanzas como la de Omar Lara, Gracia Barrios o Pablo Guíñez. También estoy escribiendo sobre un poeta de hace 2.800 años, Hesíodo y su Teogonía, análisis y notas para una publicación que rescata un contenido que deberíamos tener presente. Permanentes crónicas y columnas culturales en revistas y periódicos. Ensayos como el de nuestro Premio Nacional Efraín Barquero, que visité en Francia (otro grande, muerto durante esta pandemia), y que está publicando la Universidad del Bío Bío.
He consagrado mi vida a la escritura, a las artes, a los descubrimientos y asombros, siempre como si se tratara de un necesario viaje iniciático de aprendizaje que está apenas comenzando. Tal vez sea un error esta “pasión sin pausa”, extrema, autoexigente, agotadora, pero es parte de mi naturaleza y no puedo evitarlo.
-A la pandemia se ha sumado, muy recientemente, otro siniestro capítulo del conflicto en Oriente Próximo. Por razones biográficas y meramente cívicas, la suerte de Palestina supone un desvelo constante para usted. ¿Ve, en lontananza, alguna razón, aunque sea pequeña, para el optimismo?
-Sí, la veo Hoy la ocupación ilegal del territorio y los Crímenes de Lesa Humanidad -con órdenes de captura internacional contra algunos culpables- son tema y toma de conciencia creciente en diversos medios y sociedades.
Durante más de setenta años el pueblo de Palestina ha sufrido todo tipo de vejaciones. Hace poco bombardearon hospitales y el edificio de la prensa internacional en Gaza, y ello me llevó a una convocatoria “imperativa”; ese concepto sostiene el proyecto editorial que dirijo: 101 POETAS POR PALESTINA, una convocatoria internacional y abierta. Es el aporte que podemos dar los poetas para cambiar la conciencia de los pueblos. Por ahora estamos publicando cada semana en Valpoesía, cinco autores de diversos países, para seleccionar finalmente a los 101 mejores, que serán plasmados en un libro bilingüe español-árabe.
Con estas acciones concretas y el poder de la palabra, abrimos esa pequeña ventana al optimismo.
-Pensemos en el día después de la pandemia: ¿qué proyectos comenzarán a materializar entonces Theodoro Elssaca y la Fundación IberoAmericana?
-En la Fundación ya estamos pensando en retomar los recitales, las nuevas tertulias presenciales, las ediciones, el encuentro necesario con el otro y el intercambio fruitivo.
Por mi parte viene un nuevo libro de poesía, y una artista excepcional, enamorada de sus versos, ha decidido grabar las planchas al aguafuerte, ácido y buril, para lograr una serie de grabados de hondo carácter que acompañarán a estos poemas inéditos; libro que espero sea editado en España.
Regresaré impenitente a mis viajes y giras que nunca se detendrán, hasta el último latido.
En este tiempo aciago, los poetas somos la primera línea de avanzada, la medicina del alma en la senda misteriosa del eterno aprendizaje, ante la cual el que cree que ha llegado, ya está muerto.