noviembre de 2024 - VIII Año

La apoteosis de la insignificancia

El falso positivo de la identidad

Afortunadamente, las elecciones madrileñas han terminado. Por desgracia, empero, ni el mediocre cariz político que han sacado a la luz ni la banalidad que ha demostrado su realización mediática habrán acabado con ellas. Muy al contrario, los medios ya han inventado con premura titulares efectistas para prolongar ese circo de estupidez, de forma que se han puesto a escribir sobre “el huracán” o “el efecto Ayuso”; mientras, las televisiones -que son las que desde hace años ahorman las restantes informaciones- han seguido irrigando sus espectáculos habituales, repletos de ruido, opinantes de guardia y un torrente inagotable de majaderías, con el líquido extraído de los veneros, nada venerables, del légamo social. Con semejante linfa, no puede extrañar que la sangre del pensamiento se encuentre ahora mismo en un proceso de hedionda desomposición.

La gangrena democrática que estos comicios han revelado responde a varias erosiones que también han quedado, lamentablemente, claras. La principal de ellas tiene que ver, a mi parecer, con el menoscabo intelectual que ha obrado en una generación -la mía- cuyas titulaciones, maestrías, idiomas o viajes no parecen haber servido, a la vista de la mayoría de representantes políticos de esa generación que ocupan hoy algún protagonismo, para articular un pensamiento sistemático, cuidadoso con el idioma y bien fundamentado. Por el contrario, lo que abunda es un plasma de lemas, tópicos, terminachos y grumos ideológicos que zozobran cuando se ven obligados a apartarse del redil, o cuando alguien se atreve a reconducir la política al foro de las palabras y no a la caverna de las cifras.

Precisamente por ello, no resulta sorprendente que la noción de cultura haya sido tan maltratada a lo largo de toda la campaña electoral madrileña, demostrando la misma falta de enjundia que caracterizó el uso de otros conceptos empleados por los candidatos. En este sentido, el mal cultural de estas elecciones ha respondido, a mi juicio, a dos razones principales: en primer lugar, a la carencia de una mirada amplia sobre lo cultural -que es la que solemos defender los antropólogos socioculturales-, en la que las dimensiones política y económica aparecen engarzadas; y, en segundo lugar, aunque muy ligado al motivo anterior, a que el concepto de cultura es el que, en realidad, por defecto o por exceso, ha desaparecido de estas elecciones.

Por defecto, la ausencia de la cultura ya había sido observada por el periodista y sociólogo Rafael Fraguas, quien, en un artículo de esta revista, había criticado que el olvido de los temas, problemas y propuestas culturales hubiese sido un rasgo común en el discurso de los candidatos, con independencia de cuál fuera su posición ideológica oficial (1). Era, pues, una forma de coincidir en lo peor; una manera de consensuar, tácitamente, que la cultura -previamente convertida en administración y mercado- no resultaba ya de valor en la búsqueda del poder. Al igual que el resto de productos, también ella había sucumbido a las mercancías y a la permuta total de las divisas, en donde la cultura no era sino una moneda de cambio entre otras y, para más inri, a la baja.

Por exceso, la cultura se vio pronto instrumentalizada por la candidata del Partido Popular bajo su forma más espuria: la de la identidad “culturalista”. Las apelaciones a un “forma de vida madrileña” o a una “cultura tabernaria” propia de la comunidad (remedo de un exabrupto del presidente del CIS), conjugaban bien con un discurso paralelo -presente en Vox y el PP- que pretendía quintaesenciar lo español, desempolvando y revitalizando para ello arquetipos y atavismos. Solo así puede comprenderse el rescate de una majería de nuevo cuño (convertida ahora en defensa del clan del “gato” tabernario) o las leyendas albas en torno al complejo, revisable, pero desde luego poco inocente imperio español. Aunque existe una simiente cultural en todo campo simbólico, ningún campo simbólico agota por completo el desarrollo de una simiente cultural. La diferencia entre los culturalistas y la cultura social de los antropólogos radica en esto: mientras que para los primeros, cada símbolo es una nueva oportunidad para edificar el bastión de una indiscutible verdad, para los segundos solo presenta una metáfora más en una intrincada madeja de vida que ni se clausura ni acata visones identitarias compactas.

En el caso que me ocupa, lo que habría requerido una visión tan disparatada de la identidad madrileña era un detallado análisis del contexto histórico que había favorecido que semejantes palabras y patrañas se instalasen en la discusión pública sin encontrar casi ninguna oposición en su sendero. En esta lid, llama la atención que el candidato del PSOE, el profesor Ángel Gabilondo, que concurría a los comicios con el currículo intelectual más nutrido, y que había defendido en el pasado el valor radical de las palabras, no se hubiese aprestado a desenmascarar aquellos trampantojos metafísicos. Lejos de ello, aquellos groseros reduccionismos identitarios se fueron decantando, con lene parsominia, hasta convertirse en nuevos lemas de un populismo que la mercadotecnia y las redes sociales, con su cacería del tuit del día, habían ido haciendo consustancial de la política profesionalizada.

Populismo mediático

Insisito en que nada de esto sería posible sin el papel desempeñado actualmente por la comunicación. Hoy en día, las formas de vida social, más que por supuestas identidades local-nacionalistas (madrileñas, catalanas, gallegas, francesas, españolas, etc.), aparecen como el resultado de una realidad filtrada y modelada principalmente por estrategias globales de comunicación, dentro de las cuales descuella la necesidad de producir enfrentamientos sin asidero y sucintas consignas sin pensamiento. En este sentido, no se puede obviar la fuerza publicitaria que ha acaparado el negocio mediático en su busca de audiencias, ni las dinámicas que esto ha impuesto a una política en busca de electores.

Así pues, el protagonismo de la banalidad en estas elecciones fue jalonado, desde el primer momento, por la connivencia de un periodismo partidista, de factura sobre todo televisual, que no aprovechó la ocasión para requerir de los candidatos una mínima aclaración acerca de sus conceptos políticos rectores. En vez de esto, las mayores empresas periodísticas del país apenas buscaron posicionarse con arreglo a sus intereses privados. El penoso debate electoral que tuvo lugar en Tele Madrid (canal público), con sus moderadores de paja, solo dio cuenta de esa deteriorada vida social de las ideas y la política, en donde el simulacro de la imagen y la demagogia habían suplantado la virtud de la palabras, y donde unas estadísticas de parvulario y frases de prêt-à-porter (listas para consumir) luchaban por vencer y pescar audiencia y votantes en río revuelto.

De esta guisa, fueron pasando los días sin que supiésemos realmente qué querían decir unos y otros cuando hablaban de libertad, liberalismo, socialcomunismo, fascismo,  cultura o identidad. Resultaba urticante que algunos periodistas, inmersos en su papel de comunicadores televisuales a sueldo, agravasen mientras esta ignorancia, entregándose a la grosería, al guirigay, al choteo fácil y la impostura, hablando, por ejemplo, de la amenaza del totalitarismo comunista sin explicar qué era lo que entendían por totalidad, o por qué situaban la idea de comunismo en el marxismo y no, pongamos por caso, en ciertas experiencias religiosas. Algo muy similar podía aducirse de aquellos que, desde el otro lado, empleaban el calificativo de fascista como una suerte de mantra ideológico que, a fuer de repetición, perdía todo poder semántico.

Con esta veda abierta a la ocurrencia, al argumentario flatulento y la adjetivación vacía, las cosas todavía se enturbiaron más cuando la candidata del PP se refirió a los “mantenidos subvencionados” de los comedores sociales (algo que me recordó a aquel “espíritu aventurero” del que había hablado una diputada de su mismo partido para referirse, en 2014, a los que entonces habíamos emigrado); y sonaron mucho más absurdas cuando comparó, en una entrevista de radio, la libertad con la posibilidad de no volver a tropezarse jamás con un antiguo jefe o una expareja. Supongo, pues, que los mágicos reencuentros fortuitos de la Maga y Horacio en el París de Rayuela habrían entristecido sobremanera a tan delicada señorita. Frente a tamaña ridiculez, el locutor, tan sonriente y banal como su entrevistada, decidía dejar las cosas de ese minúsculo tamaño. ¡Siglos de debate sobre el significado de la libertad reducidos, de un solo espasmo verbal, a las cenizas de una idiotez compartida!

A los pocos días de la victoria de la señorita Ayuso, y la debacle del PSOE, que había intentado convertir a un pausado profesor de filosofía en un concursante de competición, un programa de la Sexta anunciaba ya, con música de fondo y el ritmo endiablado de sus “pugilísticas” narraciones, que otro de sus espacios ya había realizado una entrevista a la presidenta de la comunidad, en la que esta aclaraba el asunto de la habitación de hotel que había pagado durante la primera fase del confinamiento. Como botón de muestra, emitían un fragmento de la misma en el que Isabel Díaz Ayuso, con la cabeza ligeramente inclinada y apoyada sobre su brazo, mostraba el recibo digital de 5680 € transferidos al hotel. Al ver que había pagado de más, no dudaba en llamarse a sí misma “pringada”. Tanto la pose desganada de la presidenta como su coloquialismo eran elocuentes síntomas de la nueva insignificancia que la política mostraba en sus discursos y actitudes; una situación que solo era superada por el descaro cojunto de medios y personajes a la hora de airear, sin ambages, que una servidora pública fuese capaz de gastar todo aquel dinero en una habitación de hotel. El liberalismo más ramplón esgrimirá, probalmente, que cualquiera es libre de hacer con su dinero lo que le plazca. Quizá, un liberalismo más refinado acepte que la libertad también impone una discreta ética del comedimiento que no se paga con dinero.

Nihilismo político e insignificancia vital

Sin embargo, lo más importante de tal entrevista era que la presidenta había descubierto, en aquel preciso instante, que había pagado más de la cuenta. Por supuesto que ninguno de nosotros podría saberlo nunca, como tampoco podríamos ver el contenido de lo que la política le mostraba al comunicador en la pantalla de su teléfono móvil. Debíamos conformarnos con la palabra de este último y satisfacernos con la “naturalidad” que mostraba la política en la explicación que nos daba a todos; eso sí: a través de una gigantesca empresa de comunicación que, como todas las demás, solo daba explicaciones de sí misma a sus accionistas. Pero aquella supuesta “transparencia” de la presidenta no distaba, formalmente, de la que, desde otros programas y personajes, producía una idea populachera del reconocimiento social basada en la anécdota, la confesión íntima, la espontaneidad de los gestos y cosas por el estilo. No era, pues, extraño que la cultura acabase caricaturizada, cuando quienes hablaban de identidad madrileña o de “hijes” eran ya unas caricaturas mediáticas ambulantes con casi 6000 € para gastarse en un hotel o una mansión a las afueras para lamerse las heridas.

Sin duda, la cercanía cada vez más estrecha entre la política y el negocio mediático había contribuido al menoscabo de la primera y era uno de los mayores inconvenientes que arrostraban las democracias contemporáneas. La metáfora del “cuarto poder” quedaba, así, comprometida, puesto que, si bien la democracia precisa de la separación de poderes, es en cambio imposible mantener completamente separados los medios de la política, tanto como la política de la visibilidad ofertada por los medios. Mientras la hoja de ruta de esta comunicación prevalezca sobre el trabajo de un periodismo más modesto e independiente, pero capaz de ejercer una crítica informativa y de hacer preguntas serias, meditadas y valientes, este país seguirá vitoreando el final del estado de alarma con un abrevadero de cerveza en la mano derecha y un porro de hachís en la izquierda. Todo seguirá el curso de los albañales y el chapoteo sucio del fango. Allí, con el lodo hasta las corvas, como en esa tenebrosa lucha a garrotazos que pintara Goya, seguiremos festejando la “cultura” de la nueva manolería, el neocasticismo de pandereta, la metafísica de la caña y “la española cuando besa”. Seguiremos proclamando que la libertad consiste en poder llegar a casa, solos y borrachos, o con la amarga alegría de no habernos encontrado a ningún viejo amor por el camino. Entremedias, ahítos de “brilli-brilli”, refulgiremos falsamente en la noche huérfana de grandeza y nos acoplaremos, entre momos y memes, a la insoportable apoteosis de nuestra burda insignificancia.

Nota:
1.- “Cultura, la gran ausente en la política madrileña” (Mayo, 2021). Recuperado en: https://www.entreletras.eu/temas/cultura-la-gran-ausente-en-la-politica-madrilena/

David Ramos Castro

Antropólogo social, licenciado en Humanidades y periodista cultural de la revista digital mexicana ‘El artefacto’

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