Vladimir Illich Ulianov, Lenin (1870-1924) ha sido, sin duda, una de las personalidades más influyentes de la Historia contemporánea. Y ello gracias al descomunal esfuerzo desplegado por este joven revolucionario y futuro abogado nacido en Simbrisk, para descifrar y recodificar el intrincado álgebra de la Política. Transformada ésta en Ciencia revolucionaria, supo ponerla al servicio no solo de las clases dominadas, señaladamente la clase obrera y campesina, sino también de tod@s cuant@s quisieran formar parte, con aquellas, de lo mejor del género humano.
Sus lecturas y estudios incesantes acompañan su combativa vida desde los albores adolescentes de la racionalidad, cuando descubre en su inquietud moral la necesidad de una militancia organizada –sancionada con tres años de destierro siberiano y un exilio de lustros- en lucha contra la opresión zarista, para ver cristalizada poco después su conciencia en una teoría entrañada permanente en la praxis, siguiendo la pauta de sus tan conocidos como queridos maestros, Karl Marx y Friedrich Engels, a los que solo conoció a través de sus obras. Tal conexión, de teoría y práctica –fusión en él irrompible, sintetizada en la organización política- sería el axioma inscrito en el arquitrabe de su vida, asociada inextricablemente a la actividad política.
Lenin convierte la Política, más precisamente, la política orientada hacia la Revolución, en una Ciencia que puede ser aprendida y explicada gracias a la aplicación de la metodología marxista al estudio de la Historia y a su praxis social. Este fue su principal hallazgo y su principal contribución ideopolítica, ya que su método cabía aplicarlo en cualquier latitud a cualquier situación política que cumpliera determinadas condiciones. Estas condiciones se referían, en lo táctico, a la correlación de fuerzas existente en el momento histórico concreto y, en lo estratégico, hacían referencia a los cambios que el modo de producción, permanentemente cambiante, determinara en el ámbito de los valores, las instituciones, la ideología en suma.
Quizás la singularidad más específica del quehacer político-ideológico de Lenin consistió en percibir que la revolución era posible en un país como Rusia, donde el desarrollo capitalista era meramente incipiente y no se trataba de un sistema plenamente desarrollado, requisito éste que Marx -y sobre todo Engels- consideraban el pórtico necesario e ineludible para que el despliegue del socialismo y del comunismo fuera viable. Con una intuición política fuera de serie, basada en una codificación precisa de sus profundos estudios sobre el marxismo, la Ciencia y la Historia, Lenin supo hallar en el precapitalismo ruso la brecha por la cual introducir el puño de la revolución hasta horadarlo profundamente. Este atajo descubierto por Lenin le dotaría de la estela de genialidad política que le fuera atribuido incluso por sus más encarnizados enemigos. Sin embargo el genio real de Lenin, siendo una persona de evidente inteligencia, no procedía de ninguna sobredotación personal en clave individualista, tan del gusto de los pensadores burgueses; más bien derivaba su capacidad para dar forma a los intereses mayoritarios de las clases desposeídas de todo el mundo, con las cuales su praxis y su teoría se mantuvieron en permanente conexión comprometidas.
Observador incesante del curso de los acontecimientos, Lenin aplicó a sus conocimientos una epistemología basada en los principios de la dialéctica hegeliana actualizada filosóficamente por Marx en una clave social hondamente progresista. Batalló paladinamente por desmontar el corpus teórico, filosófico y científico construido durante siglos por las élites dominantes y reaccionarias para justificar cualquier forma, toda forma, de explotación de la clase obrera y campesina. Y lo hizo así puesto que, para él, la lucha política se hallaba indisociablemente unida al combate ideológico.
Al igual que sus maestros, Lenin atribuyó a la clase obrera un poder emancipatorio no solo para la propia clase trabajadora sino también capaz de lograr la liberación de toda la sociedad en su conjunto, en su lucha contra la desigualdad y su reproducción por el capitalismo; capitalismo que él concebía como sistema supremo y refinado de desigualdad y esclavitud social, ideado y esgrimida por y para la burguesía, clase que él entendía como categoría asocial parásita, detentadora de un poder político y económico hasta entonces omnímodos.
En la lógica dialéctica ínsita en su discurso marxista, en su impronta profundamente internacionalista, la teorización realizada por Lenin sobre el Imperialismo cobra un vigor inigualado dentro de la Ciencia Política tanto, que llegó a convertirse en guía emancipadora y posible para los pueblos del mundo sometidos al yugo colonial que de él quisieron desprenderse.
Su teoría del Estado partía de considerarlo como cristalización política de los intereses de la burguesía, que concebía la esfera de lo estatal como la de su propio Consejo de Administración. Hay en el primer Lenin, en sintonía con el primer Marx, un sentir antiestatal profundamente libertario, que sitúa en la destrucción del Estado la meta postrera de la revolución socialista. En esa dirección avanza el incipiente Estado de los Soviets, con un horizonte dibujado alrededor de la disolución del Estado burgués mediante la fórmula de la democracia directa, de obreros, soldados y campesinos. Tal anhelo se revela pronto como una -en verdad deslumbrante- quimera. Súbitamente sobreviene la certeza de la imposibilidad de perpetuarla, pese a su extraordinario empuje sociopolítico inicial y a la soberbia energía creadora surgida der aquel ideal en las Artes, la Ciencia, el Pensamiento, la Poesía…de los primeros años de la Revolución: la reacción antirrevolucionaria, fuertemente asentada intramuros de las élites del país y en algunas capas del campesinado esclavizadas durante siglos, lleva a 21 países a adentrar otros tantos ejércitos extranjeros en el territorio ruso para yugular la que consideran terrible afrente infligida por l@s revolucionari@s no solo contra el decadente zarismo sino, sobre todo, contra el sistema capitalista en su conjunto. El saldo de aquella agresión organizada se mide en siete millones de muertos.
Hostigada permanentemente desde el minuto cero de su existencia, rodeada, boicoteada, agredida y asaltada, la Revolución soviética debe blindarse frente a las asechanzas de sus poderosos enemigos internos y externos. Unos y otros adversarios son derrotados en una gesta colectiva, militar-popular y obrera, sin precedentes; pero dejan en la piel de la Revolución heridas muy profundas, algunas de las cuales no cicatrizarán nunca. Y ello habida cuenta de que la defensa de la Revolución exigió a sus representantes políticos vivir como si lo hicieran en un estado de excepción permanente, que generó, ciertamente, terribles exacciones.
La propaganda capitalista ha cebado su crítica inacabada contra la revolución socialista en esta tremenda secuencia de fases críticas políticas y económicas vividas por el pueblo soviético, como si se tratara de algo propio e implícito en los procesos revolucionarios. Sin embargo, se ha cuidado muy mucho de admitir que aquella excepcionalidad, en ocasiones tan criminal y desquiciante, obedeció, en su mayor parte, al enloquecedor hostigamiento cruelmente inducido por los Estados capitalistas contra el Estado soviético desde su mismo origen: no hubo hacia él ni una sola hora de tregua.
La veloz industrialización del país; la salida de los ciclos del hambre; la supresión de la usura y del crédito bancario privado; la igualdad entre mujeres y hombres; la legalización del aborto; la carrera espacial; las llegada de la URSS al rango de superpotencia, fruto de la victoria de la Revolución orientada por Lenin, fueron observadas por los intelectuales progresistas de Occidente y del mundo como avances de la Humanidad –miles de ellos abrazaron el socialismo y el comunismo-, mientras las élites reaccionarias del Occidente capitalista las percibía como gravísimas afrentas contra sus intereses, que demandaban una respuesta militar: la Guerra Fría.
La dinámica resolución política de Lenin, explícita en sus incesantes y movientes alianzas, no obedeció al tacticismo, al pragmatismo o bien a cualquier otra suerte de deformación política; era más bien consecuencia de su extraordinaria rapidez para descubrir la dialecticidad de lo político, la deslizante naturaleza que va urdiendo la historia a costa de contradicciones. Lenin nunca haría primar la lógica de la política, concebida como mera técnica de poder, sobre la lógica social de las masas; más bien, pese a conocer tal técnica, invertirá su sentido y superará dialécticamente esta contradicción mediante una praxis trenzada a la realidad social de las masas con el sólido aporte de la teorización marxista.
Gravemente herido por los tres disparos en el cuello y el hombro que le hizo la desequilibrada Fanny Kaplan en 1918, Lenin iniciaría un declive físico que le llevaría a la muerte seis años después. Pese a aquellas gravísimas heridas, combatió hasta su último aliento contra el capitalismo. Éste, aún hoy, se muestra asustado por el temor hacia la dignidad de la clase obrera, del campesinado y de las capas medias recobrada por las luchas colectivas como la dirigida por la acción política de Lenin, expresión y anhelo de un pueblo que hace ahora un siglo asumió el protagonismo de la liberación propia y se convirtió, entonces, en ejemplo de emancipación para los demás pueblos.