noviembre de 2024 - VIII Año

Hoy: Delibes, sesión continua

Escena de ‘Los santos inocentes’

“¿Qué  siente  un narrador cuando ve que los  personajes que él creó para  animar una novela, se levantan y toman cuerpo real en una película basada en aquella?”

La celebración del centenario del nacimiento de Miguel Delibes ha estado aquejada de dos imponderables que quizá la han empañado de algún modo. Desde ámbitos distintos, el problema sanitario que estamos padeciendo parece haberse confabulado con el otro gran centenario, el del fallecimiento del gran don Benito Pérez Galdós, para dejar al novelista vallisoletano casi ayuno de memoria y laurel. Sin ir más lejos, en esta misma publicación han desfilado todo tipo de artículos laudatorios sobre la figura del escritor canario y, sin embargo, ninguno hemos reivindicado la esencial contribución de Delibes a nuestro pasado cultural reciente. Así pues, entonando mi personal mea culpa, voy a tratar de paliar, en cierta medida, este imperdonable lapsus, haciendo una visita al Miguel Delibes cinéfilo y cinematográfico.

Cuando evocamos su cine bajo la alargada sombra de su obra, inmediatamente salta a nuestra memoria, la magistral Los santos inocentes (1984) de Mario Camus con un Alfredo Landa de excepción, que despertó el aplauso del mismísimo John Strasberg, en su papel de Paco el Bajo, y que junto a Paco Rabal, consiguió el premio al mejor actor en Cannes. Pero lo que muchos no saben es que Miguel Delibes empezó haciendo crítica cinematográfica en el diario vallisoletano El Norte de Castilla, donde fue contratado como caricaturista en 1941. Desde entonces hasta 1963, año en el que abandonó el periódico por desavenencias con Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, escribió cerca de cuatrocientas reseñas que acompañó con un centenar de dibujos del rampante star system de la época. Y como Borges, que también  se dedicó a lo mismo durante algún tiempo, veía películas como leía, dejándose llevar únicamente por su criterio personal pero tamizando todas sus opiniones por el filtro de su exquisita sensibilidad. Le interesaba más el argumento que la técnica y le guiaba una fina intuición aunque él solía decir que hacía estas críticas sin demasiada preparación, con urgencia y de puro compromiso, para cubrir las necesidades del periódico.

Le gustaba definirse como un comentarista de cine, antes que como crítico. Pero su modestia no impide que le demos valor a esta faceta, máxime en un país como el nuestro, donde los escritores en general han mantenido un declarado desprecio por el séptimo arte a pesar de la precoz apuesta por el cine que desde 1915 hizo Ortega desde las páginas de la revista España. Otro detalle que desmiente ese supuesto diletantismo del novelista  es el hecho de que fundó e impulsó, en 1966, el cine-club del mencionado periódico, donde acabó siendo director, inaugurándolo con la proyección del Ciudadano Kane de Welles. Y, por último, tenemos que recordar una circunstancia más, que quizá tampoco sea del dominio público: el escritor, ya con cierto prestigio literario a cuestas, fue el responsable de la revisión literaria del doblaje de Doctor Zhivago (1965) de David Lean. “Esta experiencia me fue muy útil, ya que siempre he sido partidario de la economía literaria, de decir con el menor número de palabras el mayor número de cosas posibles”, declaraba a La Vanguardia, siguiendo las consignas que había aprendido durante su carrera periodística. Desde luego, no le debió ser nada fácil articular la traducción de los diálogos para que encajara fácilmente en el movimiento de los labios de Omar Sharif y Julie Christie.

Por otra parte, no deja de ser interesante el hecho de que en Valladolid, ciudad natal de Delibes, naciera en 1956, al hilo de su hermosa Semana Santa, la Seminci primero como Semana de Cine Religioso, y años más tarde como uno de los principales festivales internacional de nuestro país. La recíproca fascinación del novelista por el cine y de este por su obra literaria, se recogen en un magnífico libro de Ramón García Domínguez, Miguel Delibes. La imagen escrita, que la Semana, muy acertadamente, editó en 1993. Pocos años más tarde, en el año 2010, se instituyó en ella el Premio que lleva su nombre para el Mejor Guión.

Sin embargo, al margen de estos datos más o menos exóticos, pero esenciales de su biografía creadora, lo que nos ocupa ahora es valorar lo que guionistas y directores vieron en sus novelas para hacer las adaptaciones que hicieron al mundo del celuloide o mejor, sus recreaciones fílmicas, etiqueta preferida por algunos teóricos del medio. El mundo de Delibes es de los que más han frecuentado los cineastas. Hasta nueve películas se han hecho sobre sus novelas, sin contar las adaptaciones al medio televisivo. Las únicas comparaciones en cuanto a porcentaje de obras adaptadas serían con García Lorca, y en total de obras, con Galdós. La respuesta que aventura la realizadora Josefina Molina es bastante elocuente: “Delibes siempre va a lo esencial, tiene la gran virtud de encontrar en el relato aquello que llega directamente a la sensibilidad, al corazón y a la inteligencia del lector. Su capacidad de sugerir es asombrosa. […] Incluso a la hora de seleccionar –porque el cine o la TV deben seleccionar, esquematizar la obra literaria– el lenguaje de Delibes es tan fértil que te ofrece una serie de posibilidades a cuál más plástica y más convincente”. No le faltan argumentos a la directora puesto que rodó la serie de televisión sobre El camino en 1977 y fue responsable de la adaptación teatral de Cinco horas con Mario, obra que a su vez le inspiraría su film Función de noche (1981), libre ejercicio de estilo metacinematográfico que sirvió de catarsis personal a la actriz Lola Herrera.

Rodaje de ‘El camino’

Más allá de estas consideraciones a pie de obra, me permito añadir dos factores que, a mi  juicio, son claves y que hacen de la narrativa de Delibes un acicate para la creación cinematográfica. En primer lugar, su acendrado realismo, definiendo este escurridizo término como debamos definirlo para congraciarnos con el exquisito Lázaro Carreter. Aprovechando la vena documental, que le viene del periodismo, el novelista se alimenta de la realidad de ese abandono de los poderosos hacia su tierra y parafraseando a Unamuno podríamos decir que “le duele Castilla”. Pero como bien sabía Rosellini, maestro del neorrealismo italiano de posguerra, que informa muchas de las técnicas de la literatura social de los años 50 y 60 a la que pertenece nuestro autor: “La única forma de conseguir un cine auténticamente internacional es haciéndose auténticamente local”. Delibes con su ojo crítico nos transmite una visión desolada de la intrahistoria castellana que puede reflejar muy bien la cámara como quedó claro ya, desde la encendida polémica, en Cahiers du Cinéma entre el cine de prosa de Rohmer y el cine de poesía de Pasolini. El segundo factor hay que atribuirlo a lo que se ha venido llamando las máscaras del narrador. La capacidad de percepción e intromisión de la cámara, a modo de convidado de piedra, sin ser apenas notada es la que necesita el narrador de los textos de sus novelas. Nadie lo ha podido definir mejor que el propio autor: “la cámara se filtra entre las palabras como el sol a través de un cristal”. Si ya desde el texto mismo utiliza técnicas narrativas que permiten pasar inadvertido al narrador de cara al lector solo cabe un simple paso para la traslación al lenguaje fílmico. Además ese ilusionismo documental se va a apoyar en los diálogos, frecuentes aunque muchas veces escuetos  de su narrativa, de modo que el guionista ya tiene el trabajo medio hecho al encontrarse las secuencias o tomas cinematográficas casi construidas.  Es lo que Umbral llamaba, con proverbial sagacidad, “ventriloquismo literario”.

Así va a ocurrir con el film El disputado voto del señor Cayo (1986) de Giménez-Rico, o incluso con el monólogo en Cinco horas con Mario que, como antes dijimos, tuvo adaptación al teatro. También en el texto de Las ratas (1966) encontramos una fórmula renovadora tanto en la construcción de los personajes como en el modo de estar del narrador que acerca la novela al lenguaje fílmico. Contada en tercera persona esta presencia del narrador omnisciente y tradicional parece una primera persona, y a través suya, asistimos, a  varias analepsis que nos trasladan parte de su pasado y de su historia, y que pueden cubrir muy bien los flashbacks del film, también dirigido por  Giménez-Rico (1997), aunque su  resultado final no sea del todo convincente en el retrato de los personajes. Esta película forma casi un díptico con la primera que se rodó, El camino (1963), con la colaboración del escritor, y dirigida con soltura por la actriz Ana Mariscal, que por cierto tiene una interesante carrera como realizadora que reivindicamos desde aquí (fue nuestra Ida Lupino, en un mundo exclusivo de hombres).  Giménez-Rico, con tres películas en su haber, también adaptó Mi idolatrado hijo Sisí bajo el título de Retrato de familia (1976), que sufrió el acoso de la censura de la época lastrando su acabado final. En ella se refleja una de las constantes de la novelística de Delibes, la infancia y la educación. En El camino y La guerra de papá (1977) de Antonio Mercero, basada en la novela El príncipe destronado (1973), vuelve a aparecer esta preocupación. En todas ellas el escritor hace uso de la tercera persona que posibilita la entrada de esa cámara intrusa a la acción pero imperceptible, como apuntábamos más arriba, que convierte al cine en el heredero legítimo del teatro de cuarta pared con sala a la italiana y todo. Para TVE Delibes redactó el guión de dos documentales sobre sendos relatos suyos: Tierras de Valladolid (1966) que dirigió César Ardavín y Valladolid y Castilla (1981), con dirección de Adolfo Dufour.

Dicho esto, se podría pensar que la recreación fílmica de las obras de Delibes es tarea sencilla, pero no nos engañemos: nada más lejos de la realidad a juzgar por los resultados conseguidos. Si bien, tenemos logros magistrales como la  citada Los santos inocentes, clásico ya de nuestra cinematografía, disponemos, por el contrario, de auténticos bodrios. Revisitemos si no, la co-producción hispano-mexicana La Sombra del ciprés es alargada (1990), basada en su primera novela, que en su día fue galardonada con el Premio Nadal. Y eso que fue dirigida, nada más y nada menos, que por el exiliado Luis Alcoriza, colaborador en algunos de los guiones de nuestro genial Luis Buñuel. Sin embargo, asumiendo que la traslación a la pantalla no era nada fácil porque debía encontrar una solución adecuada para el monólogo interior indirecto de Pedro, el protagonista, la película resulta fallida por cuanto que evita la voice over y se hace incomprensible si previamente no se ha leído la novela.

Otro ejemplo, la torpe y previsible El tesoro (1988), del irregular Antonio Mercero. O Una pareja perfecta (1997) sobre la novela Diario de un jubilado,  del director Francesc Betriú –que fue la última adaptación que se ha hecho hasta el momento.  Hace, pues, por tanto ¡23 años que Delibes no se adapta al cine!-. Podríamos preguntarnos por qué… La película, a pesar del guión de Rafael Azcona o quizá por ello,  naufraga estrepitosamente sin remedio por un inadecuado tratamiento de los personajes que raya la astracanada sin remisión. Muy triste final para cerrar el largo idilio de Delibes con la pantalla, que a excepción de la película de Mario Camus  no ha estado ni de lejos a la altura del novelista.

Ya para finalizar y a modo de coda, me gustaría destacar que en todos o casi todos los films nos encontramos con ese mensaje que alertaba Delibes en esa dialéctica campo/ciudad ante un irracional y dudoso progreso  que hizo soltar al feroz crítico Manuel García-Viñó sapos y culebras para tachar al escritor de reaccionario. Sin embargo, el tiempo, como suele suceder, ha puesto las cosas en su sitio y le ha dado la razón al vallisoletano, que en su defensa de lo humano y lo genuino siempre se opuso visceralmente a un futuro que ya está aquí, y que nos muestra sus dientes con abierto descaro: cambio climático, bolsas de pobreza, daños ecológicos irreversibles, pisos patera en las grandes ciudades…

Y es que meter a Delibes, y por ende, a su cine, en el mismo saco en el que se encuentran los nostálgicos fascistas del terruño idílico patrio, se llamen estos El último caballo de Neville, Surcos de Nieves Conde o, la más cínica, Las aguas bajan negras de José Luis Sáenz de Heredia es un despropósito de miopía ideológica tal, que no le hace, en absoluto, justicia.

Quedémonos, pues, con la desoladora realidad que denuncia  Los santos inocentes en un ambiente rural que no es la Arcadia que describía agridulcemente El camino y con las palabras del mismo Delibes, después de haber asistido a la proyección de la película: “Yo creo que Mario Camus ha hecho una excelente película. (…) El resultado del filme es diferente a mi propia película interior: ni Azarías ni Paco el Bajo eran los que yo tenía en mi cabeza… Pero, en fin, el talento de Camus consiste en haber creado otros personajes distintos a los que yo veía en mi intimidad, pero tan convincentes que han convencido a su propio autor.”

Si, como defiende Janet W. Pérez, gran parte de la originalidad de las obras de este corredor de fondo radica en su uso frecuente de perspectivas desacostumbradas, de la declaración anterior, podemos inferir que una de sus grandes virtudes novelista es la empatía con la que siempre trata tanto a sus personajes de ficción como a sus iguales. Esa capacidad rimbaudiana para ponerse en los zapatos del otro. Un ejemplo de humanismo casi franciscano.

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