noviembre de 2024 - VIII Año

Galdós vs. Delibes: Vidas paralelas

Benito Pérez Galdós (1843 – 1920) / Miguel Delibes Setién (1920​ – 2010)​

“A veces una broma, una anécdota, un momento insignificante, nos pintan mejor  a un hombre ilustre, que las mayores proezas o las batallas más sangrientas”. Plutarco

Si, como el de Queronea pretendía en su indispensable colección biográfica, buscamos criterios que emparejen personajes y situaciones, anécdotas y vivencias, este año que ya se despide nos ha ofrecido en bandeja dos novelistas que en él han sido objeto de sendas efemérides. Celebraciones tristemente deslucidas por las circunstancias que nos afligen pero celebraciones a fin de cuentas. El escritor canario lo abrió bien pronto, el 4 de enero, coincidiendo con el siglo de su muerte, y el vallisoletano le viene a decir adiós, desde el 17 de octubre, día en que se cumplió también el centenario pero, en este caso, de su nacimiento. Si fuéramos devotos de las teorías de la reencarnación podríamos aventurar que el espíritu indómito y combativo del primero se apresuró a animar como un genial fantasma la figura del segundo. No deja de ser divertido jugar a establecer posibles nexos y concomitancias entre universos creativos cercanos pero disímiles a fin de cuentas. Más delirante resulta si invocamos personajes que se desenvuelven en ámbitos socioculturales  tan dispares como fue el caso del apasionado Ángel Ganivet que se suicidó en Riga el mismo año, 1998, en el que vio la luz, en la misma ciudad báltica, el cineasta soviético Sergei Eisenstein. El juego da para pasar una gélida tarde de invierno, tan ricamente,  al amparo de una confortable mesa camilla galdosiana rodeado de amigos de inflamable imaginación, haciendo a la vez  “cadáveres exquisitos”, sudokus o, simplemente, cortando trajes de la carcundia literaria.

GALDoS por Eugenio Rivera
Galdós por Eugenio Rivera

Pero dejemos el delirante pasatiempo a un lado, y centrémonos en el hecho de que tanto don Benito como don Miguel, no tan distintos desde luego, pasaron del lápiz mordaz del caricaturista al certero escalpelo del narrador, sin olvidarse en el ínterin de las efímeras linotipias de los periódicos. Y, para colmo de paralelismos, ambos acabaron sus días, a pesar de sus respectivos éxitos y logros literarios, sin alcanzar el máximo galardón internacional que para estas lides  se empezó a cocinar en un ya lejano 1895 y en las lejanas ciudades de Oslo y Estocolmo y que se viene otorgando desde 1905. Galdós aclaraba de esta afición primera suya de pintamonas que “para escribir me resulta un complemento porque antes de crear literariamente los personajes de mis obras los dibujo con el lápiz para tenerlos después delante cuando hablo de ellos”. Y no dejaba de reflexionar sobre el asunto, con cierta perplejidad, al afirmar que “es muy curioso. Tengo dibujados a lápiz todos los personajes que he creado”.  Su ironía de viñetista de actualidad se puso a prueba ya en Madrid donde empezó a publicar sus “monos” en el diario Las Canarias. De esa misma época data su Atlas zoológico en el que recogió un conjunto de dibujos satíricos que tuvo cierta repercusión en su momento. En el mismo registro se iba a mover su doppelgänger Delibes que da comienzo a su carrera en El Norte de Castilla con unos ingenuos dibujitos de indudable buen gusto no exentos de cierta mala uva que firmaba con el seudónimo de Max.  La pregunta se hace, pues, pertinente: ¿en qué medida esta actividad “menor” les llevó a nuestros homenajeados a dirigirse a la narrativa? O para ser más precisos: ¿cuánto de esta capacidad de observación, lápiz en ristre, pasó a sus respectivos universos literarios? Pregunta que, naturalmente, es extensible a otros escritores/dibujantes, como Ramón Gómez de la Serna, García Lorca, Buero Vallejo, Gabriel Celaya o Paco Nieva, por citar unos pocos… La cuestión es, seguramente, más que ociosa pero lo que en buena lógica uno se puede responder es que en autores como los que nos ocupan, que hacen de la construcción veraz y humana de sus personajes uno de sus logros más palmarios, es difícil sustraerse a tan atractiva hipótesis. Si nos remitimos a sus facetas periodísticas nos pasa más de lo mismo. La prensa va a ser para ambos un gran laboratorio creativo, donde esa fuente incesante de información nutrirá por fuerza sus encendidas inspiraciones para que más tarde acometan el gran fresco de la época que les tocó vivir y del país que padecieron. Los dos intuyen que en ese microcosmos volandero de papel   cabe cada día un resumen del mundo. Y a pesar de que el proteico Valle Inclán nos prevenía ante el peligro de que  «el periodismo avillana el estilo», Delibes aprendió de aquel oficio dos cosas muy valiosas para su dedicación a la novela: «la valoración humana de los acontecimientos cotidianos –los que la prensa refleja– y la operación de síntesis que exige el periodismo actual para recoger los hechos y el mayor número de circunstancias que los rodean con el menor número de palabras posibles». El periodismo se constituye así en campo de batalla y pista de pruebas donde los dos escritores en ciernes  adquieren destreza y descaro mediante el lenguaje escrito con  un tono fresco, tono pegado a las calles, ecléctico pero legible para un amplio público lector.  Y esa formación les va a procurar un vigoroso músculo literario en el que encontrarán la suficiente confianza como para abordar sus óperas primas, La fontana de oro (1870) y La sombra del ciprés es alargada (1947).  Y de modo similar su paulatina llegada al mundo de la novela hace que su dedicación termine por imponérseles para acabar siendo casi exclusiva.

Curiosos e incluso proféticos antecedentes, por tanto, para estos dos novelistas, que cuando vayan ganando lectores, van a ser pasto de las fauces voraces de las productoras cinematográficas que, en seguida, se percatan del enorme potencial que tienen sus historias. Nueva reflexión del que esto suscribe: ¿Anhela, pues, el cine a devolver esos personajes, que quizá nacieron esbozados en el papel de dibujo o en la crónica de prensa, a alzarlos de la letra impresa al lienzo del celuloide? Desde luego, viendo a Paco Rabal y a Alfredo Landa en Los santos inocentes o a Fernando Rey y a Catherine Deneuve en Tristana se diría, sin dudarlo, que sí. Y es que las adaptaciones han dejado filmes memorables que más allá del talento de los realizadores y guionistas de turno deben gran parte de su interés al nervio narrativo de nuestra parejita de marras. Por si fuera poco, también la música les toca a los dos de algún modo. Si Galdós empieza haciendo crónica musical con 21 años, Delibes, que a esa misma edad se mete en la crítica de cine, puede presumir de llevar sangre del compositor francés Léo Delibes en sus venas.

Abundando más en su simetría especular, no olvidemos que sus obras son un referente ético y estético frente a las sociedades adocenadas que les sirvieron de acicate para despertar conciencias satisfechas de recia mansedumbre: desde la España maltrecha e insana de la Restauración del insular hasta la España ramplona y paleta del franquismo y la Transición del castellano. Se nos puede objetar que don Benito viene de la orilla que alumbró el krausismo y la ILE y sus posturas ideológicas siempre estuvieron orientadas hacia el republicanismo anticlerical más rampante y, sin embargo, don Miguel colabora en el conflicto bélico con los rebeldes y su posición, desde entonces, le granjea la etiqueta de retrógrado, sobre todo, desde la publicación de su tercera novela El camino (1950), en la que defendió los valores rurales frente a la impostura del progreso moderno. No es necesario que desde aquí enderecemos tal entuerto puesto que voces más acreditadas ya lo han desmentido antes, empezando por la del propio escritor. «Cuando escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional». De hecho, sus enfrentamientos con las autoridades de la época se saldaron con su dimisión como director de El Norte de Castilla por diferencias irreconciliables con el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga. De manera que tanto Galdós como Delibes se alzan como referentes éticos en distintos momentos históricos en un país en el que cualquier disidencia siempre se ha cortado de raíz sin contemplaciones. Su decidida defensa del débil, de la mujer en una sociedad patriarcal y, en suma, de la justicia en un entorno lleno de ventajistas y facinerosos trepas es una constante en sus respectivas obras.  La novela para ambos es imago mundi y su arte creativo está en la capacidad de componer lo observado de acuerdo a la noción de evocar y revivir con intuición artística la vida del momento histórico que retratan. Con esas ambiciones, su apuesta no puede ser otra más que la recuperación de historias, acontecimientos y personajes que, por un lado, van a acrecentar el conocimiento colectivo sobre los hechos del presente/pasado, y, por otro,  van a calibrar la medida del  sufrimiento o de la virtud humana al ponernos frente al espejo de la Historia. La literatura se erige, por tanto,  en instrumento privilegiado para alcanzar estos dos objetivos,  que exigen, irrenunciablemente, el posicionamiento ético y político por parte del escritor y al que tanto Galdós como Delibes se van a mantener insobornables. Si en el ciclo Torquemada (1889-1895) el canario trasciende la tipología del egoísmo y la avaricia para adquirir vivencia en el marco social de la realidad española como materia prima novelable, el vallisoletano, casi cien años de soledad después, en El hereje no se queda atrás en documentar las relaciones humanas en toda su complejidad y construir en impecable carpintería un canto apasionado a la tolerancia y la libertad de conciencia. Estamos ante las historias de unos personajes de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les rodea;  novelas inolvidables sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

Como vemos, Delibes entronca con la novela de gran aliento, al modelo que mutatis mutandis podríamos llamar galdosiano, Y ya llegados a este punto, podemos afirmar sin ambages que si hay un escritor que durante el siglo XX ha mantenido la antorcha del realismo transcendente y trascendido con determinación no ha sido otro que Miguel Delibes, no como  secuaz seguidista y sumiso esbirro de don Benito pero sí como discípulo díscolo, pero discípulo al fin y al cabo. Si Galdós nos alertaba: « ¡Oh, España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia, adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a dondequiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta y la otra media de miseria, con una mano empuñando laureles y con la otra rascándote tu lepra»  Delibes parece que va recoger punto por punto esta certera sentencia para hilvanar toda una lúcida crónica de una España, la del desarrollismo, con ese cañamazo ya tristemente eterno. El individuo asfixiado por una sociedad opresora e intolerante aparecerá en Cinco horas con Mario (1966) y, en otro sentido, en Parábola del náufrago (1969). La afirmación de la independencia personal frente a las convenciones sociales está presente en muchos de sus personajes en su medio siglo de fecunda tarea. Y si frente al telón de fondo del Madrid decimonónico de Galdós se nos puede objetar el hecho de que Delibes se mueve, por el contrario, en el miserable  entorno rural, podemos defender la irrefutable observación de que no deja de ser pasmosa la facilidad con que el novelista salta en un pis pas de la Castilla profunda de Las ratas (1962) a la sociedad provinciana de profesiones liberales, instruida y culta del soliloquio de Carmen Sotillo. Si por generación el mesetario pertenece a la del 36, y como todos sus compañeros va a revalorizar a los hombres del 98 por su problemática existencial y su historia de intervencionismo político regeneracionista, por su ausencia de poses grandilocuentes y especulativas se va, sin embargo, a afiliar al franciscano ejemplo de  don Benito. Ambos también fueron académicos a pesar de la oposición de algunos sectores; pero cierto es, sin embargo, que mientras que a Galdós le penetró el gusanillo teatral hasta la médula desde muy temprano y a Delibes nunca le tentó el lenguaje de las tablas también es cierto, que las cuatro versiones teatrales de sus novelas, y entre ellas, especialmente, la de Cinco horas con Mario,  a cargo de su paisana la actriz Lola Herrera, le sitúo de la noche a la mañana en el centro de la escena española, con un éxito inusitado, muchísimos años antes de que los monólogos tuvieran la presencia que hoy día tienen en nuestros escenarios.

Si el docto propósito de Plutarco, al final de aquellas eruditas y amenas biografías que buscaban la oposición de un personaje griego a otro romano, era cerrarlas con un breve texto para encontrar lo distintivo entre ambos personajes, no tendremos más remedio que concluir diciendo que el griego Galdós desde su indiscutible y colosal magisterio nos demuestra a través del romano Delibes que siempre  la sombra del ciprés es alargada.  Pasen y lean.

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