noviembre de 2024 - VIII Año

Estados Unidos, una peligrosa incertidumbre

La incertidumbre que aún planea sobre las recientes elecciones presidenciales en Estados Unidos muestra, de manera abrupta, que la estabilidad vital, social y política del gran país norteamericano se encuentra allí manga por hombro. Las costuras de todo el sistema crujen por doquier. No hay un solo escenario de la vida pública estadounidense que no registre conmociones que van desde la inestabilidad hasta el riesgo real de fractura. Los indicadores que nos llegan sobre la profundidad de las patologías sociales, étnicas, económicas, judiciales y políticas, amén de las propiamente sanitarias, resultan inquietantes. Máxime, cuando el país se estremece bajo una pandemia hasta el momento imparable, gestionada torpemente por un poderoso inductor de la inseguridad dominante: Donald Trump. Desde su acceso a la Casa Blanca hace cuatro años, no ha dejado títere con cabeza en cuanto concierne a los usos y costumbres, convenciones y tradiciones vigentes durante siglos en la cultura política de la república federal. Su propia inseguridad ha impregnado de dogmatismo sus actos y su entorno, contagiando la escena mundial de dañina incertidumbre, arbitrariedad y de miedo. Nadie puede descartar que si el deterioro prosigue, sobrevenga allí una conflagración civil.

Pero no todo lo que allí acaece es culpa del disfórico analfabeto político y amoral que llegó a la avenida de Pennsylvania 1600 en enero de 2016. Las bases de los desatinos consumados por él ya se hallaban inscritas en la trayectoria del país durante pasadas décadas. El origen del vértigo experimentado por Estados Unidos lo justifican algunos de los apologetas del sistema de capitalismo financiero exacerbado en una supuestamente necesaria reacción contra la conmoción causada por los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001.

Aquel atroz atentado, con cerca de tres mil muertes, a ojos del adormecido pueblo estadounidense, convertía en inexplicable el odio que desde fuera de sus fronteras se profesaba a sus autoridades e instituciones políticas, interiormente percibidas como perfectas: la conciencia popular se encontraba allí anestesiada por un aparato ideológico tan potente como el que representa Hollywood, dedicado a propalar una autoimagen falsa y edulcorada de un país paulatinamente abocado a un conflicto interior de grandes proporciones, fractura que la Meca del Cine trataba de sellar a toda costa. Aquel pueblo culturalmente infantilizado, despolitizado y manipulado –con la excepción de reducidos círculos académicos replegados en universidades y fundaciones, más algunos medios de comunicación que conservaron un ápice de autonomía- parecía ignorar la estela de sangre, invasiones, golpes de Estado y guerras inducidas allende las fronteras estadounidenses por consecutivos moradores de la Casa Blanca. Eran sus prácticas las que habían desencadenado el odio hacia un imperio cegado ante la apremiante necesidad de acometer cambios profundos, de calado civilizacional y sustrato económico, que afectaban a su conducta internacional, a sus oxidadas instituciones políticas -y electorales-, desprovistas de cualquier referencia a los intereses sociales mayoritarios, todo ello asfixiado por un imposible individualismo elitista, ferozmente dolarizado y reproducido de modo irrefrenado por el aparato mediático. Las raíces del problema se hundían mucho antes, cuando bajo el mandato de Ronald Reagan la Casa Blanca dio luz verde a la desregulación del mundo financiero que, con la arbitrariedad propia del más desbocado ultraliberalismo, emprendió el camino hacia la destrucción de los vínculos federales que mantenían fundida la Unión del país.

Como una bíblica venganza, Washington eludió los cambios civilizacionales necesarios para su propia perpetuación como cultura política canónica y se ciñó a adoptar una política militar de tierra quemada, basada en el “aquí mando yo”, de inducción directa o indirecta de guerras, golpes de Estado, asedios, boicoteos por doquier en Afganistán, Irak, Egipto, Somalia, Libia, Siria, Yemen, Líbano, Irán, Palestina…, más el hostigamiento, en distintas etapas, a regímenes democráticos y de izquierda como los de México, Brasil, Venezuela, Argentina, Nicaragua, Bolivia, Paraguay… Y todo ello sin olvidar la persistente rusofobia contra Moscú heredada de la Guerra Fría, con una incesante acumulación de tropas y efectivos de la OTAN en las fronteras rusas occidentales, previo azuzamiento premeditado de polacos, húngaros, checos y ucranianos, todos ellos con gobiernos en la onda de Washington. Y, sobre todo, con un acoso continuado y sistemático contra China, no solo en el mar continental asiático de su propio contorno sino, además, en los mercados mundiales; en ellos, el comercio exterior de Pekín y su poderosa apuesta tecnológica hacía oscilar la balanza entre las superpotencias hacia la primacía de sus éxitos, mientras la crisis de 2008, generada desde Estados Unidos, sepultaba al mundo occidental en un marasmo de recesión, pobreza para los más débiles e incertidumbre.

Pese a gozar de mejor imagen que la del actual inquilino de la Casa Blanca, tanto Ronald Reagan, George Bush padre, Bill Clinton, George Bush hijo y Barak Obama empedraron con sus actos el camino presidencial sobre el cual tan sorprendentemente aterrizó Donald Trump en enero de 2016. Lo acaecido luego estaba cantado. Una ventaja de su mandato respecto de los anteriores: durante su periodo presidencial, Estados Unidos no ha abierto de manera directa ninguna guerra, si bien ha movido muy peligrosamente el avispero en torno a Arabia Saudí, Irán e Israel, colocando bombas de relojería sobre la senda que Joe Biden, si llega a la Casa Blanca, habrá de recorrer.

Adiós al etnocentrismo occidental

Lo sucedido en Estados Unidos, la crisis que estalla a partir del pasado 3 de noviembre en las urnas con la negativa de Donald Trump a aceptar los resultados electorales, es la culminación de un proceso que desborda las fronteras del continente americano y pone de relieve un hecho sustancial, de alcance ilimitado: Occidente ha dejado de ser el canon de la política mundial. Ni sus prácticas, ni sus instituciones, ni sus tradiciones son ya tenidas por modélicas a escala global. No se trata del fin de la Historia, que teorizara Francis Fukuyama. Más bien se trata del fin del etnocentrismo neoliberal occidental: el Estado como forma política no se ha disuelto, ni ha quedado destruido, destrucción que el capitalismo financiero se propuso premeditadamente conseguir; sino que ha mostrado ser el constructo mejor preparado para encarar los escenarios distópicos que la irresponsabilidad del neoliberalismo extremo ha impuesto, en su incapacidad para gestionar los graves problemas que acucian la Humanidad, desde las pandemias hasta la crisis medioambiental, sin olvidar la inquietante militarización del espacio o el desconcierto civilizacional creado por la desertización posmodernizante del pensamiento a costa de la mera –y fracasada- dolarización del mundo.

Lo que puede suceder a partir de ahora abarca desde una reestatalización del mundo en clave progresista, des-occidentalizada, en un ambiente multicultural y multipolar, arrimando el hombro todos los Estados para encarar y superar los retos en presencia que afronta la Humanidad; o bien un nuevo desembarco del capitalismo financiero sobre las estructuras estatales para hacerse con ellas y salvarse del naufragio al que sus prácticas inmorales nos han guiado. De cómo se resuelva este dilema dependerá la suerte de la especie humana, porque la segunda opción, ya sabemos y hemos comprobado hacia dónde nos conduce.

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