250 aniversario del nacimiento de Hegel
En nuestro alocado vivir el presentismo, a veces un fragmento del pasado salta como pez volador al sol de la conciencia. Entonces se nos muestra una significación de las honduras. Una de ellas me ha saltado desde mi archivo: Fue en 1974, hace 46 años, que Paul Ricoeur publicaba “Hegel aujourd´hui” en Etudes théologiques et religieuses. A nadie extrañará la publicación en este medio. Es conocida la formación teológica de Hegel y la confesionalidad protestante de Ricoeur.
Lo que si puede resultar extraño es la relación que puede darse entre un teólogo y filósofo sistemático como Hegel, con la hermenéutica fenomenológica de Paul Ricoeur. Esa relación creativa no resulta extraña si se interpreta el transcurrir de la vida como un fenómeno aparentemente fragmentario, pero espontáneamente sistemático si se le practica una hermenéutica. Aportaré la mía como intento de diálogo con los dos.
Si fenomenología es el estudio de lo que aparece, aquí Ricoeur parece un pescador del instante lúcido en el vasto mar de la dialéctica asíncrona. Esta tarea es pertinente en tiempos cuando aparentemente la dialéctica del sentido ha desaparecido en la sucesión de la anonimia maquillada, y es obligada la tarea de recomponer el sentido de lo que pasa con los fragmentos del relato.
¿Hay dialéctica histórica todavía? ¿O andamos entre sobresaltos? En este turbión, ¿dónde está en punto de referencia? ¿No existe, y tenemos que movernos a trompicones? Como aquel Tiresias, ¿hemos de extraer el sentido de lo externo de nuestro interior? ¿Hay que lanzar el aparejo en lo más adelantado del rompiente por si pesca el instante de la hondura? Pero, ¿y si andamos a tientas, como sin ojos, en medio de una disonancia conceptual de mensajes y señuelos?
Consideremos algunas de las afirmaciones de Ricoeur, pero hagamos una salvedad: en este su texto se zambulle en “La fenomenología del espíritu” y en la “Enciclopedia de las ciencias filosóficas”. A algún positivista de pro se le abrirán las carnes al escuchar lo de “ciencias filosóficas”. Nosotros prescindiremos de ellas, no sin hacer una recomendación su lectura. En el trabajo de Ricoeur se ensamblan dos mitades: un comentario expositivo de Hegel y una interpretación personal, a la que nosotros añadiremos la nuestra. Vaya aquí un ejemplo:
Al comienzo de éste su trabajo, Ricoeur señala el interés que produce Hegel aún hoy a los 250 años de su nacimiento. Ya en su frontispicio ubica este parecer: “Estamos en vías de superar la fase existencialista que pone el acento en el sujeto individual; y se siente la necesidad de volver a un pensamiento sistemático en el que las crisis individuales sean asumidas en conjuntos más vastos”.
Niego la mayor, porque los grandes sistemas explicativos saltaron hechos astillas por obra de la diversidad y la desconexión producidas por la modernidad. Hoy, bajo el fenómeno de la aceleración y el desarraigo, se impone la tarea de la reconstrucción del sujeto a través de la activación de la conciencia, de modo que sea capaz de extraer significación y sentido de la fragmentación y de la quiebra del relato. A su lado, bajo el azote de las grandes crisis que sacuden el mundo, se impone un relato de la globalidad; un movimiento mundial de solidaridad y de concordia; una sistemática común de mínimos que apunten a máximos en los espacios globales de decisión.
La globalización, practicada sólo en el ámbito económico neoliberal, rompe diques a los sistemas morales, políticos y jurídicos, incentiva el egoísmo bajo vestidura de individualismo de los que más pueden, y desubjetiva el ser pensante y moral, al tiempo que lo privatiza como sujeto-objeto del consumo. Sin embargo, positivamente interpretada, pone en conexión al sujeto con el mundo. No hay pues contradicción entre una sistemática de la circunstancia, de la cultura y de la historia, y una hermenéutica de lo que aparece a la conciencia, interpretada filológicamente como “con-saber”: saber juntamente con, conocimiento crítico extraído de lo que pasa en inacabable pasar, y de lo que se fabrica como existente. Esta teoría de la apariencia, tarea fatigosa de la conciencia que amplía su campo en ello, con la diagnosis produce prognosis. Queda desbordada la tarea de pensar globalmente y actuar localmente que sostenía en 1990 Roland Roberson. La tarea de “glocalizar” no puede emplearse sólo en la dialéctica de ese binomio porque, si bien lo local no puede afectar en lo global, si no es por su amplitud, en lo local sí opera lo global, y por ello tiene que ser pensado en su causa y efectos.
La dimensión ontológica no está por tanto superada, aunque tenga que ser trabajada por el sujeto sin poder prescindir de su significación, sistemática o no, “en conjuntos más vastos”. Los tres imperativos categóricos de Kant, que aúnan lo singular y lo universal, todavía perviven.
Es cierto que, como dice Ricoeur, “en términos políticos, Hegel es para unos el pensador del orden, para otros es el pensador de la epopeya de la libertad”. Ambos términos no son excluyentes, porque la epopeya de la libertad consiste en la creación progresiva del orden armónico entre las partes que constituyen la totalidad de los que son diferentes, y el orden no es nunca una jaula caída desde arriba, mucho menos en la dinámica de tesis-antítesis-síntesis que es lanzadera de una nueva dialéctica. La larga epopeya de la libertad consiste en la progresiva armonización de historia y naturaleza, ser y sociedad.
Cuando Ricoeur plantea el acceso al sistema hegeliano a partir de la “Fenomenología del espíritu”, señala que, ya en su introducción, Hegel sostiene que la filosofía no tiene introducción por cuanto ésta debe hacerse a partir de cuestiones no filosóficas. Dicho de otro modo: la realidad fluyente cuestiona el pensamiento filosófico para que responda y esclarezca. Contra Ricoeur, la filosofía sí tiene historia, una historia que comporte las distintas respuestas dadas por ella y sus intérpretes a lo largo de la sucesión de cuestionamientos que le haya hecho la realidad cambiante en sus distintos contextos culturales. Por lo tanto, en filosofía sólo podemos tener sistemáticas de autor, o filosofía como construcción conceptual de totalidad, o fulguraciones interpretativas “kairológicas”, que dice Marramao.
Tenemos que traer a consideración, al hilo del “kairós” marramaniano, y su sentido de oportunidad, el hecho de que a la dialéctica hegeliana, tan fundamentada en el concepto, le falta la diferenciación entre suceso y acontecimiento: uno es el suceso, un eslabón más en la sucesión del tiempo cronológico que sólo aporta sumatorio, y otro es el acontecimiento que, al irrumpir en esa cadena de causa-efecto, supone una verdadera novedad que puede incidir en la cronología del tiempo del hombre; un acontecimiento fenoménico que debe ser conceptualizado para ser con-prendido.
Sostiene Ricoeur la existencia en Hegel del valor de transparencia, que aporta toda conceptualización, al diafanizar el pensamiento. El momento, altamente significativo, es así capturado por el pensamiento en su aporte de esencialidad; es “exposición de la verdad que se hace”, o se va haciendo como desenvolvimiento de la lógica de la realidad y manifestación de su sentido.
Claro está, y eso no lo recoge Ricoeur, que el concepto puede quedar desconectado del fluir de la realidad, y si lo racional y lo real forman identidad, la razón puede por ello perder su conexión y, atrapada en sus propias formulaciones conceptuales, perder su capacidad descriptiva de lo fluyente, decaer en ideología que ya no describe ni propone, o en dogmática impositiva.
La fenomenología de Hegel es “Fenomenología del espíritu”. Espíritu es el segundo término que debemos considerar aquí desde la perspectiva hegeliana, que si bien de sus estudios teológicos adquiere resonancia el concepto bíblico que expresa la idea de fuerza inteligente, de misterio inalcanzable, pero sí experimentable, que mueve creativamente la realidad hacia la armonía y el bienestar, ya antes de su presencia en Jena (1801-1807) advertimos en él la preocupación de salir de la torre de marfil del academicismo y estar en contacto con la realidad humana, o en cómo hallar la trascendencia en la inmanencia. En su carta a Schelling, fechada en Frankfurt el 2 de noviembre de 1800, le dice: “Mi formación científica comenzó por necesidades humanas de carácter secundario; tuve por tanto que ir siendo empujado hacia la ciencia, y el ideal juvenil tuvo que tomar la forma de la reflexión, convirtiéndose en sistema. Ahora, mientras aún me ocupo de ello, me pregunto cómo encontrar la vuelta para intervenir en la vida de los humanos”.
En la mencionada carta, al tratar en consecuencia de “cómo se produce la elevación del ser humano”, y considerar la “impotencia de la filosofía de la reflexión”, es decir de la filosofía de la Ilustración kantiana, pone a su lado la supremacía del espíritu al decir:
“Su puede llamar espíritu a la vida infinita en oposición a la multiplicidad abstracta [o separada de la unidad], puesto que espíritu es concordia viviente de lo múltiple en oposición a lo múltiple en tanto que configuración [de unidades aisladas] (que constituye la multiplicidad implicada en el concepto de la vida”.
Por lo tanto, hay ya en este primer Hegel una perspectiva donde se coloca la experiencia religiosa de la singularidad, en su proceso ascensional de “vida infinita”, no como una elevación del ego para alcanzar una posición dominante, sino como “concordia viviente de lo múltiple”, lo cual nos lleva a nosotros a una consideración antropológica de “La metáfora viva” de Paul Ricoeur, que si bien él refiere a la palabra, por nuestra consideración heideggeriana de la palabra como mansión y mensajera del ser, nosotros ampliamos al “propium” ser del hombre. Un ser humano es metáfora de la vida, y como tal, de todos los demás. Si metáfora es “palabra de cosa en vuelo hacia otra cosa”, y en lo ente del hombre que busca su ser opera esa dinámica de infinito jamás realizada del todo, como concordia viviente me lo múltiple no estamos en absoluto en la fase de la superación existencial donde coincidan el ser y su modo de existencia.
Puede darse en el ser, como en la historia, la misma dialéctica constructiva que enuncia Hegel. El ser progresa como conciencia consciente en fases sucesivas, donde construye identidad, identificable y diferenciable, pero en cada ser se construye o deconstruye la metáfora y el símbolo de la vida. Buena parte de esa dinámica impulsora y adviniente, que lo sustenta performativamente, quedará fuera de toda formulación lingüística como concepto, pero que, para poder tomar conciencia de sí, el hombre tendrá que conceptualizar como transparencia, como bien señala Ricoeur en este trabajo suyo.
La experiencia total de los hombres es llevada al nivel del concepto que contiene al mismo tiempo que concreción movilidad y multiplicidad. La totalidad de la experiencia de un yo en tránsito de ser hacia el nosotros como totalidad de la especie humana, y no como bandería, es experimentable, a nuestro juicio, en experiencias cumbres, evaluadoras de experiencia, donde el yo potencial es experimentado como realización, y el yo ideal se otea como horizonte, en el choque que se produce entre realidad condicionante y yo ideal. Si el ser humano alcanza esas cotas itinerantes que lo motiven, conceptualiza el recorrido, el ser, y el entorno en que se halla. Por eso Ricoeur, al comentar a Hegel, dice que en éste “los elementos variados y dispersos que se expresan en el conjunto de la experiencia humana son reunidos por la filosofía en la transparencia del concepto [como] exposición de la verdad que se hace [y es] la lógica misma de la realidad […] identidad de lo racional y de lo real”.
Bien está. Sin embargo, admitamos que la razón no siempre busca la transparencia, y en ocasiones, más que totalidad, pretende hacer pasar lo parcial como total, y si la realidad le contradice, rehúye la experiencia de sí y contribuye a la dispersión caótica más que a la creación armónica. Conceptualiza, sí, pero como aquellos escolásticos que elaboraban fórmulas que hicieran verosímil el dogma.
De ese modo, el concepto, en lugar de exploratorio y revisable por la propia dinámica vital, se convierte en berroqueño: tesis sin antítesis, historia varada y sin verdad (8), realidad sin dialéctica, ideología sin utopía, secta como parte que pretende el todo, ya sin dialéctica, ideas momificadas en dogma sin gracia ni verdad. Como bien dice Ricoeur en este trabajo, la realidad es dialéctica, y en ella “corren parejas la promoción del sentido y la promoción del sujeto” que en ello se “substancializa”, i.e., en el movimiento epistémico pone estancia bajo sus pies, pero no le es dado estacionarse en uno de sus pasos que deben seguir transparentando sujeto y objeto, significado y sentido. El sistema, constantemente realizado, es la identidad del ser. Si se le impone un sistema de diseño, el individuo se pierde en él, y en ello su responsabilidad.
Cuando Ricueur llega a su aproximación personal a Hegel, encuentra fascinaciones y resistencias. Entre las primeras, identifica la que llama “descripción [del] hombre del deseo […] que tiene como particularidad que es deseo de otro, <demanda del otro> […]”, y actúa como una pulsión. Nosotros debemos distinguir el concepto de necesidad, que es un sentimiento de carencia, del deseo que es a nuestro juicio una necesidad incentivada por la propia subjetividad o estimulada por actuaciones externas al propio sujeto.
En esta línea argumental, razón no le falta a Ricoeur cuando señala que “la construcción progresiva del sentido nos arranca de nuestro infantilismo”. Todo sujeto lleva implícita la necesidad y el impulso para satisfacer su propio sentimiento de carencia, una carencia relativa a lo que aún le falta para ser conforme a su idealidad. Por el contrario, dependiente de factores externos que lo fascinen, lo extravíen en señuelos fabricados, e infantilizado viva entre caprichos y juguetes rotos, ésta externalidad dominante le incentive sus recursos personales, orientándolos hacia lo extraño de sí mismo, alienándolo de sí y de la fraternidad con el otro convertido en oponente o enemigo, juguete de su propia representación del mundo.
Desde su hermenéutica fenomenológica, asomada a la sistemática hegeliana, dice Ricoeur: “Tiendo a pensar que el centro del pensamiento de Hegel no es la teoría del saber absoluto sino la teoría del espíritu objetivo”. Sabido es que Hegel cierra su tratado de “Fenomenología del espíritu” con el capítulo VIII dedicado a “El saber absoluto”, un saber que resulta absoluto en la enajenación de la autoconciencia para darse al conocimiento inmediato del objeto, un devenir otro de sí en la dialéctica de ser para otro y ser para sí. Este para, nos parece destinal, un destino siempre cuestionado y re-elegido, en parte perteneciente a la percepción y en parte a la esencialidad, singularidad trascendente que al comportarse así se redescubre y reconforma a sí misma.
El ser queda varado, cosificado, en la identificación de “la cosa es yo”. En tal caso, queda enajenado de su dialéctica connatural, creadora de naturaleza.
Hemos tomado la palabra a Hegel en su definición de espíritu. Reiteremos: “Se puede llamar espíritu a la vida infinita en oposición a la multiplicidad abstracta [o separada de la unidad], puesto que espíritu es concordia viviente de lo múltiple en oposición a lo múltiple en tanto que configuración [de unidades aisladas] (que constituye la multiplicidad implicada en el concepto de la vida”).
En el mundo de las cosas se da la multiplicidad, y con ella la diversidad de significados; la vida, en su infinitud en lo finito, es el hilo cordial que las enhila sin romperse en ello. Desde el manantío de la vida se puede practicar la hermenéutica de lo que aparece y comparece como lo otro, reconocible para sí. Lo extraño y aparente en la vida, donde fluye el ser como existencia, lo reconoce como impropio, introductor de sinergias y sistemas que extravían, o como propio y advenido. La esencia interior es autoconciencia moral que, en su impulso de autotrascendencia, desnuda de formas, se descubre viajera de sí misma en lo otro des-cubierto, y como espíritu formalizado que, reconciliado con la forma, es retorno a la inmediatez formulada como concepto desde un saber de profundidad, “ciencia del saber que se manifiesta” en el interminable itinerario del espíritu.
En Roger Garaudi, en su estudio sobre Hegel, podemos encontrar una cita que vincula el “espíritu absoluto” y el ritmo del ser:
“Sólo el espíritu total se despliega, sólo él tiene una historia, y el conocimiento como la naturaleza, el arte como la religión, no son sino manifestaciones diversas de una misma dialéctica que es el ritmo del Ser (sic.) en la totalidad de sus manifestaciones: `el espíritu íntegro solamente está en el tiempo y las figuras que son figuras del espíritu entero, como tal se presentan en una sucesión temporal. En efecto, sólo el todo tiene una efectividad propia y por consiguiente la forma que se expresa como tiempo. […] El ritmo dialéctico del desarrollo orgánico del todo como tiempo”.
El espíritu total, como dinamismo, se concreta en organismo donde se despliega para hacer historia de presencias sucesivas; se diversifica en naturaleza, arte y religión que al tiempo enhila en la conciencia, que se hace rítmica en el ser que se despliega, abre los pliegues del pañizuelo donde yace al descubrir el hilo de memoria que unifica y da sentido a sus configuraciones en una totalidad que se descubre como parte. El “Ôn”, con omega, se despliega en el “on”, con ómicron, lo mega en lo micro, como lo micro se va realizando en lo Mega. El desarrollo orgánico del todo se hace posible en el desarrollo psíquico de la parte que va manteniendo el sentido del todo. Quizás por ello el propio Garaudi habla del “espíritu subjetivo [que] trata de la conciencia individual. Su objeto lo toma de la conciencia de las relaciones del espíritu con la naturaleza. Esta conciencia tiene un carácter social: `el Yo es un nosotros, el Nosotros es un Yo´. Se ha pasado de lo individual a lo universal”. Sin embargo, en nuestra modesta opinión, ese paso es de ida y vuelta, ejercicio constante de dialéctica. El espíritu absoluto, y el espíritu relativo de la subjetividad, interactúan, día-logan en el tránsito de ser.
Es el propio Garaudi el que marca tres tiempos:
“En una sociedad como la griega, donde el individuo y la sociedad, lo singular y lo universal forman una unidad concreta, el espíritu toma conciencia de sí mismo en la forma de espiritualidad concreta que construye el arte. En una sociedad desgarrada, donde la bella totalidad es quebrada, el espíritu tomará conciencia de sí en el cristianismo. Cuando se rea lice la reconciliación, cuando la armonía se restablezca en una totalidad más rica, que contenga en ella, como momentos, la subjetividad y el desgarramiento, el espíritu tomará conciencia de sí mismo como saber absoluto”.
Cierto que toda dinámica de reconstrucción de la subjetividad entraña desgarramiento, que supone distanciamiento crítico de aquello que alojaba, y tarea reconstructiva de un nuevo alojamiento. Sin embargo, tenemos que disentir de Garaudí con respecto a la cultura griega, que, si bien filosóficamente aporta elementos de significación universal, sus contenidos constituyen una diversidad inspiradora. Fue el cristianismo, sí, en su mensaje de redención liberadora de todo lo caído, sin distinción de clases, razas o culturas, en su realización de hermanamiento de todo lo diverso, en su regeneración de lo yacente o extraviado, donde el Espíritu se subjetiva y transfiere valor y poder reconstructor a la persona y a su ámbito de relación, al tiempo que, en sus realizaciones temporales, se realiza performativamente y en ello anuncia prolépticamente un devenir.
Paul Ricoeur dice: “tiendo a pensar que el centro del pensamiento de Hegel no es la teoría del saber absoluto sino la teoría del espíritu objetivo”. Compartimos su tendencia, porque mientras el ser está existiendo positivamente, encamina su saber a más saber dialéctico. El espíritu, tal y como queda definido ya en ese primer Hegel, se va subjetivando, objetivando las formas conceptuales que, como el sujeto que se va formando, están en tránsito. Las cosas no son cosas sino procesos. Cuánto más los seres que tratan de con-prender.
Al final de su escrito, Ricoeur contextualiza a Hegel y señala la convergencia de tres fenómenos culturales que ya se daban en su tiempo:
- Gracias a la Ilustración, el proyecto humano se ponía en claro como proyecto de libertad, “lo que Hegel ha llamado el espíritu cierto de sí mismo”, porque, a nuestro juicio, sólo en libertad se adquiere certidumbre fundamentada provisionalmente.
- Gracias a la Revolución francesa sabemos lo que significa vivir en un estado, la división de poderes, el Contrato Social de ciudadanos, sujetos de razón ilustrada. Rousseau, su Contrato Social y su Emilio son buena muestra.
- Gracias a la Reforma, y al protestantismo liberal del siglo XVIII, ha quedado clarificada la conciencia del hombre, que se ha hecho transparente a sí mismo en lo religioso, saliendo de la superstición.
“Esta triple experiencia permite ya <decir>, totalizar”, concluye Ricoeur. Resulta claro que el medio del espíritu es el lenguaje, y pensamiento y lenguaje fueron ensanchados gracias a la nueva amplitud del campo de la conciencia, proceso que se nos haría más claro si reordenamos cronológicamente los tres fenómenos culturales de que habla Ricoeur, y más si los encabezamos por el primer vagido del Renacimiento. Los cuatro resultan en fenómenos emergidos como acontecimientos significativos en la cronología inane de los sucesos. Nos queda claro el decir de Bultmann: “cada momento puede contener el instante eternizado, pero tú debes despertarlo”. Esta es, en nuestra modesta opinión, la tarea de la hermenéutica fenomenológica que rescata la significación y el sentido en lo que pasa.
Sin embargo, hagamos dos precisiones: Esa totalización, que incluye la plenificación del sujeto en libertad, su compromiso e implicación en la vida social y política, y el cultivo racional de la dimensión religiosa, transparentándose en todo ello, es una tarea constante de integración simbólica y analógica, de identificación y diferenciación con lo existente, un “agón” del con-saber. Aquí, la hermenéutica fenomenológica tiene permanente ocupación: lo residual, lo olvidado, lo presente, lo emergente, tanto en la circunstancia como en el propio preconsciente, ese estrato que subyace bajo la conciencia donde todavía emergen y se sumergen desde y en la inconsciencia fragmentos significativos, son banco de trabajo para “la conciencia vigilante de lo bueno”, el mirador al océano en permanente movimiento, donde “la conciencia de visionario”, que dijera Machado, capta los peces vivos que no se pueden pescar, y de ellos saca fulguraciones de la hondura que orientan su vida.
La segunda precisión nos la ofrece el propio Ricoeur: La hermenéutica fenomenológica, como interpretación de aquello que aparece, no debe perder el contraste continuo con la sistemática de Hegel. En la primera hallamos la significación y el sentido de lo que pasa, una significación que se muestra, si lo que pasa se contrasta destinalmente y se sintetiza con aquello que aporta sentido. El sentido, para un creyente, viene dado externamente en lo que pasa, pero el sentido se hace (y subrayamos el hacer) “a través de nosotros y por nosotros”, y “el progreso del sentido es progreso del sujeto” que, al tomar conciencia de sí como criatura en progreso, al hacerse, se vuelve acontecimiento de sentido en el tiempo.
Dice Ricoeur: “No puedo, como Hegel pretende, acceder a un punto desde el que vea el todo”. Efectivamente, ese todo se monitoriza desde la visión diversa y fragmentaria de la realidad, desde la cual se va conformando la comprensión de lo que soy, y señalando el sentido proléptico de lo que quiero ser. Sin embargo, la multiplicidad de los monitores que ofrecen lecturas complejas de lo que pasa, se muestra como multivisión, y ha producido que la hermenéutica fenomenológica haya roto relaciones con la sistemática de Hegel. He aquí, a nuestro juicio, una de las causas de la crisis del sujeto, cognoscente y ético, arrastrado por el torrente de sucesos, a veces fabricados como acontecimientos, que ya no puede identificar y diferenciar, donde el acontecimiento se vuelve inidentificable en las rápidas aguas turbias que lo arrastran.
Se acrecienta la dificultad de interpretación, y no digamos de elaboración de “experiencias cumbre”, de ella derivadas, o de “experiencias evaluadoras de experiencia” y correctoras del sentido. El diagnóstico de Kolakowski parece confirmarse: Los seres humanos padecemos un déficit de experiencia bajo la experiencia totalizante de estar viviendo una vida sin sentido, y otra circunstancial de no poder dárselo. Si tal cosa fuera cierta como parece, la hermenéutica fenomenológica debería recuperar su puesto sin prescindir de la epistemología de la cosa, y volver a dar la mano a la dialéctica hegeliana. Tarea de titanes es esta, si no queremos evolucionar hacia un posthumanismo deshumanizado.