noviembre de 2024 - VIII Año

La Constitución de 1812 (I)

El año del bicentenario (*) se acerca a su final y, envueltos todos los países hispanos en sus propios asuntos, lo van dejando pasar casi en el olvido. A diferencia de los fastos del primer centenario, en 1912, esta vez no ha habido tiempo para mucho más que algunos actos oficiales y vacíos oropeles. Sólo en la ciudad de Cádiz se realizaron celebraciones notables, pero con el boato propio de las festividades locales, más que con el realce general que tan importante fecha precisaba. Una vez más, los asuntos urgentes desplazaron a los importantes y nadie desde las instancias oficiales, a ambos lados del Atlántico, ha intentado siquiera conmemorarlo con la pompa y el esplendor adecuados a la efeméride, que ha quedado difuminada y perdida entre la gris pequeñez de los asuntos cotidianos.

Solamente en un aspecto ha vuelto la Constitución de Cádiz, de 1812, a demostrar una vez más su fuerza y su potencia. Ha sido a través de los estudios conmemorativos publicados, que iremos conociendo a medida que pase el tiempo, y en los especiales dedicados a la misma por algunos medios de comunicación, que ojala auguren un prometedor futuro de nuevos e interesantes debates para los próximos años. De lo visto y leído, se echan de menos análisis generales que enmarquen adecuadamente lo ocurrido. Vaya pues esta contribución a aproximar a los lectores al tiempo, las ideas, los problemas, las inquietudes y anhelos de los españoles de esa época.

Hace no mucho, unos doscientos años, hubo un tiempo, difícil es hoy hasta imaginarlo, en que por su propio mérito España volvió a brillar de un modo fulgurante. No duró mucho, como no perdura el resplandor del meteorito, que se consume en su propia trayectoria. Y también fue la última vez que así ocurrió en los tiempos más recientes.

España, asociada con Francia desde 1700 y, de modo muy especial, desde 1795, se transformó en 1808 en la enemiga irreconciliable de Bonaparte y en la firme aliada de los muchos o pocos que, en cada rincón de Europa, se enfrentaron con la tiranía moderna de Napoleón. Y, cuando el nuevo déspota de Europa pretendió, por la diplomacia o la violencia, extender a todo el continente su dominio, tropezó en su camino con España que, a costa de enormes sacrificios, terminó por vencerlo. España se le resistió siempre, frustró sus proyectos, desangró sus fuerzas y terminó por llevarlo a la ruina.

Aún pudo Napoleón, hasta 1814, seguir jactándose de su capacidad para alcanzar victorias. Pero tuvo que soportar el permanente fracaso de sus ejércitos en España, donde cada victoria le debilitaba y donde terminó por encontrar, finalmente, el camino de la derrota. El mismo Bonaparte, en su prisión de Santa Elena, reconocería años más tarde que había cometido un grave error al invadir España. Y no sólo por la firme y contundente oposición popular que encontró, y que desbarató sus planes de conquista, sino porque, según sus propias palabras, “los españoles, en masa, se comportaron como un hombre de honor” ante la agresión napoleónica.

Seguramente sin habérselo propuesto, España se convirtió en la defensora de la libertad, más que de sí, de toda Europa. Y es que, si alguna vez estuvimos los españoles a la altura del juicio de Kant sobre nuestro rasgo nacional identificativo más característico, que él situó en la capacidad para lo sublime, fue entonces.

De tan memorable gesta apenas ha quedado en el recuerdo de los más un reflejo adecuado de lo sucedido y de los profundos y trascendentales cambios que todo ello deparó. Sólo han quedado rastros y vestigios incompletos, a menudo desfigurados hasta la caricatura. Las denominaciones que han perdurado suelen ser, tan poco exactas, como pintorescas. Si se revisa cómo se ha denominado generalmente en las historiografías de los principales protagonistas, se aprecia perfectamente la distorsión. Así, la historiografía francesa se refiere al “cáncer” de la Guerra Española, sin poder percibirse con claridad si el acento ha de situarse en el “cáncer”, o en lo “español”. Y la historiografía inglesa habla de la “Guerra Peninsular”, con lo que se minimiza a su mera localización geográfica, y de modo puramente descriptivo, el principal escenario del penúltimo periodo de guerra (1808-1814) sostenida por los británicos contra Francia desde 1793 hasta 1815. Incluso en las denominaciones que han hecho fortuna en nuestra patria, se la designa como la “francesada”, la “guerra del francés” o, más generalizadamente,  Guerra de la Independencia. Limitarse a la denominación de un contendiente, o subrayar la cuestión de la independencia nacional de España, tampoco aproxima mucho a la realidad del asunto central de todo aquel conflicto.

Porque el gran asunto de la crisis de 1808 fue la revolución española, la tercera gran revolución liberal habida en el mundo, tras la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789. Una revolución nacida y desarrollada al calor de la lucha por la libertad, tras la agresión francesa de 1808. Una agresión que buscaba someter y tiranizar a los pueblos de Europa, no se engañe nadie en esto, y ante la que España se batió no sólo por su propia libertad sino, sobre todo, por la de todos los demás.

Y, pese a esa evidente realidad y por extravagante que parezca, hay quienes intentan mantener en España un debate sobre la potencial emancipación que pudo haber deparado la invasión francesa de 1808, casi como si la agresión napoleónica hubiese sido una “ocasión perdida”, por nuestra patria, para ganar su libertad y afianzarse en la modernidad. Habrá quien considere que no vale mucho la pena detenerse en este punto más que para reiterar lo ya sabido, aunque negado a veces. Pero es que hay quienes, pese a las más elementales evidencias y a la contundencia de los hechos, siguen afirmando que, en la España de 1808, el bonapartismo vino a significar la libertad y la modernidad, mientras que el bando patriota significó lo contrario. Y quienes esto sostienen lo hacen, además, desde posiciones pretendidamente progresistas, como lo hicieron en 2008, en el bicentenario de los hechos iniciales de la Revolución Española de 1808, destacados dirigentes del Partido Socialista, incluida una entonces Vicepresidente del Gobierno de la nación.

Familia de Carlos IV por Goya

Por ello, valdrá la pena recordar que Thomas Paine, el gran pensador de la Revolución Americana y consecuente demócrata republicano, nunca simpatizó con los propósitos autocráticos de Napoleón, sino que siempre receló del corso, acusando a Bonaparte de excesivamente sanguinario y de ser “el más completo charlatán que jamás haya existido”. Como también valdrá la pena recordar la presencia en Bayona, apoyando a los Bonaparte en 1808, de un altísimo número de Grandes de España, de la mayoría de los obispos principales y de todos los inquisidores, pero tan sólo un reducido grupito de no más de diez ilustrados y reformistas, con Cabarrús a la cabeza; mientras que en el campo patriota, se aprecia como la organización y dirección del mismo estuvo liderada, desde los primeros momentos, por los más destacados protagonistas de la Ilustración hispana y del reformismo ilustrado del siglo XVIII, con Jovellanos y Floridablanca a la cabeza, como acertadamente ha precisado en estos últimos años, entre otros muchos, Álvarez Junco.

Y tampoco convendrá olvidar que de entre todos los países europeos, la única nación que siempre combatió a la Francia revolucionaria, desde 1793 hasta 1815, desde la Convención al Imperio, fue la Inglaterra parlamentaria. O que la primera gran República democrática de la modernidad, los entonces nacientes Estados Unidos de América, nunca quisieron la alianza con la Revolución y tampoco con Bonaparte. Ni tan siquiera en el año de 1812, año terrible para los norteamericanos, que sufrieron el difícil trance de su última guerra contra los británicos en lo que han llamado su “segunda guerra de independencia”, y que rechazaron la alianza francesa, pese a las ventajosas ofertas de alianza militar que les dirigió Napoleón para unirlos a su causa.

En su sentido político más profundo, la sublevación española fue una rebelión contra el despotismo exterior, pero inevitablemente también lo fue contra el interno. En lo internacional, representó un rayo de esperanza que animó a Inglaterra a no ceder ante el nuevo imperio continental. Pero también  significó la primera chispa que saltó en Europa para terminar por alzarse y destruir el yugo de esclavitud y tiranía en que habían degenerado las promesas de emancipación de la por todos inicialmente admirada Revolución Francesa. Y, mucho más aún, inspiró el rumbo y hasta el nombre de toda una época: el tiempo del liberalismo y de la Revolución Liberal.

En su más propia dimensión interna, la crisis española de 1808 fue una revolución genuinamente hispana. Se produjo simultáneamente en todos los territorios del Mundo Hispánico como respuesta defensiva de la sociedad hispana ante una grave amenaza, cuando las instituciones y poderes establecidos por esa misma sociedad demostraron su incapacidad para defenderla. Constituyó un esfuerzo integral de todos los hombres que, en ambos hemisferios, ostentaban la condición de españoles. Como expresó ante las Cortes de Cádiz el diputado americano José Mejía Lequerica.

Todos los españoles de ambos hemisferios componemos un solo cuerpo, formando una misma nación; es preciso que, así como somos iguales en los derechos, lo seamos también en las obligaciones, cualquiera que sea el punto de la monarquía que sufra el peligro que motive los sacrificios. Al pronunciarlo me lisonjeo de ser intérprete fiel de los sentimientos de América; pues esta se halla tan lejos de ceder á las maquinaciones del tirano de Francia (como se ha tenido la temeridad de suponerlo con respecto á los países en conmoción) que ni un solo hombre, entre los muchos millones que la componen, detesta menos la atroz barbarie de estos feroces vándalos, que los desgraciados pueblos de la península que han sido lastimosa víctima de sus sacrilegios, de su brutalidad y de su carnicería. Todos los americanos anhelan á permanecer españoles. (…) Por lo que á mí toca, creo que el mejor modo de manifestarse españolas nuestras provincias ultramarinas, es permanecer unidas con la libre patria común, que á manera de un árbol frondoso, extendió sus ramas por esas dilatadas regiones. Y á decir verdad, la nación española no es mas que una gran familia, que, viniéndole estrecho el antiguo mundo, se dilató por los inmensos espacios del nuevo: esto es, que no cabiendo en su primitiva casa la aumentó con nuevas habitaciones, pero siempre baxo de un mismo techo, es decir, á la sombra y amparo de una misma soberanía. Con que, siendo todos nosotros una sola nación, una misma familia y una indivisa fraternidad, no encuentro el menor inconveniente, antes sí justos motivos, para que nuestros hermanos lleven en las Américas iguales cargas que en la península.

Las repercusiones del proceso revolucionario, si bien ciertas y tangibles en su inicio, terminarían siendo inimaginables en cuanto a sus posteriores desarrollos y conclusiones. Una revolución en la España de entonces era algo de mucha más envergadura que la rebelión de las 13 colonias inglesas de Norteamérica, en 1776, pese a su innegable trascendencia. Y mucho más que una revolución en la Francia arruinada de 1789, pese a la importancia cultural que se le ha dado a ésta última. Porque una revolución en la España de 1808, no se engañe nadie, significaba una gran convulsión en casi medio mundo. Al final de todo ello, 17 años después, y una vez finalizada la revolución con su fracaso, la España que habían conocido los hombres de antes de 1808, con sus territorios europeos y sus dominios americanos e islas, terminó por hacerse imposible no ya sólo de ser o de reconocer, sino ni tan siquiera de imaginar.

El levantamiento de Madrid, el 2 de mayo de 1808, sublevó al pueblo español en la península. Y, poco después, el 19 de julio, la victoria de Bailén puso las bases para levantar una nueva coalición internacional, de España, Inglaterra y Austria contra Napoleón. Y aunque en 1809, tras sus victorias en Wagram y Ocaña, pareció que los franceses se recuperaban de la gravísima contrariedad padecida, la guerra de España no cesó, Y es que, pese a las casi continuas derrotas en los campos de batalla, España nunca cedió. La sorpresa y la conmoción que causaron estos hechos afectó de modo similar a todas las cancillerías, y la impresión no resultó menor en París que en Londres, Viena, Berlín, Estocolmo, Moscú…

¿Es que era posible enfrentarse a Francia en nombre de la libertad y en nombre del derecho de cada nación a regirse y gobernarse según sus propios deseos?, ¿es que era posible combatir a los hijos de la Revolución Francesa en nombre de los mismos principios que proclamaban, aunque ya hacía muchos años que los habían abandonado? Porque eso, y no otra cosa, era lo que estaba proclamando ante el mundo la resistencia española. Y fue eso, unido al hecho de la incapacidad francesa para acabar la guerra española, lo que finalmente abrió el camino para la derrota francesa en 1814 y 1815.

En medio de toda esa gran crisis general, la Constitución Española de 1812, fruto teórico-político de la ilustración y de la revolución, aspiró a dar la configuración institucional adecuada al mundo hispano, en función de las nuevas realidades surgidas del proceso revolucionario. Y no lo hizo peor que los que se habían anticipado en esos mismos propósitos con anterioridad. Quizá hasta lo abordaron incluso mejor de lo que lo hicieron los autores de la declaración de Independencia y de la fugaz constitución norteamericana de 1776. Y, desde luego, resultó ser bastante mejor en sus concreciones que lo logrado por los creadores de los tan numerosos, como efímeros, textos constitucionales franceses de los años 1791, 1793, 1795, 1799, 1802 y 1804 para, respectivamente, la Monarquía Constitucional, la República, el Directorio, los dos Consulados y el Imperio.

Como todas las antes citadas, la constitución española de 1812 tampoco perduró, pero sí que sirvió para alcanzar la victoria en 1814, como sirvió para estabilizar la situación en la América hispana en ese mismo año, así como para lograr el más amplio reconocimiento internacional durante los años de la guerra.

LA ÉPOCA Y LOS PROTAGONISTAS DE LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA

Madrid, 2 de mayo de 1808. Carga de los mamelucos.

Cuando se revisan los acontecimientos a que se vio sometido el mundo hispánico, entre 1808 y 1824, desde una perspectiva estrictamente interna, es fácil ceder a la tentación de caer en la melancolía. Se trata, sin duda, de una historia que finalmente terminó en frustración. De cómo los prometedores progresos científicos, literarios y artísticos, y de los avances económicos y sociales, logrados durante el siglo XVIII, se vieron malogrados, bruscamente, por una destructiva sucesión de guerras y desastres. En Europa y en América. Y de cómo la costosa victoria militar sobre el más grande genio bélico de la historia conocida hasta entonces y sobre el mejor ejército del mundo de la época terminaba, en vez de en la gloria del triunfo y el éxito, en el desastre del desplome y derrumbamiento de la España de dimensiones planetarias que había existido hasta 1808.

La España optimista y apacible del siglo XVIII, tan bien reflejada en las pinturas costumbristas de los Bayeu o de Goya, que pareció poder recobrarse de las caídas y derrotas padecidas en el siglo precedente, se empezaría a alterar en los años finales de esa centuria, a causa de las guerras del cambio de siglo. Primero, la desastrosa Guerra de la Convención, con Francia (1793-1795). Luego, las guerras a que nos arrastró la no menos desastrosa alianza con Francia, entre 1796 y 1808. Y, más adelante, tras la tormenta de las guerras con Inglaterra (1796-1802 y 1804-1808), se precipitó sobre España la enorme tempestad de la guerra contra Francia (1808-1814).

Este último embate fue definitivo. Provocó el derrumbamiento total de la estructura estatal tradicional de la monarquía hispánica en ambos continentes. Y después, tras el destructivo temporal sufrido, y siendo ya imposible hacerlo desde las viejas instituciones de la antigua monarquía, la construcción de los nuevos estados hispanos resultantes de la quiebra final resultó sumamente lenta y trabajosa. En ocasiones se podría pensar incluso que es una tarea inacabada al día de hoy. Las Cortes Generales y Extraordinarias de 1810 habían acometido la gigantesca tarea de sustituir el edificio institucional derruido, creando uno nuevo que estuviese dotado de un marco legal que lo articulase eficientemente: la Constitución. Pero al final, hasta el mismo solar en que se pretendía levantar el nuevo edifico, también se fragmentó de modo irreversible en múltiples pedazos.

El cambio de siglos, entre el XVIII y el XIX, fue también un tiempo de grandes conflictos internacionales. El Antiguo Régimen, que se descomponía definitivamente en todas partes, acabó por hundirse de modo irreversible. Y, en ese entorno de grandes transformaciones, las rivalidades imperialistas entre las potencias alcanzaron una virulencia desconocida hasta entonces.

Francia, entonces, fue más bien expansionista que revolucionaria, pese al uso y abuso que hizo de la propaganda de su revolución para enmascarar sus propósitos imperiales. Desde tan pronto como el año 1792, Francia se había lanzado a la guerra, en un último intento de lograr una supremacía mundial que le habían escamoteado Inglaterra y España, en América y en el mar, y Austria y Prusia, en el territorio europeo, durante todo el siglo XVIII. Rusia reforzó sus aspiraciones a expandirse por América, afirmarse en Europa y acceder al Mediterráneo. Y Prusia y Austria pugnaban entre sí por alcanzar la hegemonía en Alemania, y luchaban con las demás potencias europeas para conseguir la supremacía en el continente. Inglaterra se batió por sostener y acrecentar su recién ganado imperio. Y los nacientes Estados Unidos buscaban un espacio propio de expansión que les permitiese consolidar su recién ganada independencia. En medio de aquel torbellino de ambiciones expansionistas en conflicto, España se batió en un último y desesperado intento para mantenerse y sobrevivir a la tormenta desatada sobre ella por las pretensiones imperialistas de todos los demás.

Los españoles que protagonizaron los hechos del cambio de centuria compartían una misma tradición de pensamiento, forjada entre el Renacimiento y la Ilustración, aunque pertenecieran a diferentes generaciones. Entre ellos estuvieron algunos de los más destacados reformadores de la España Ilustrada del siglo XVIII, como los veteranos ministros Floridablanca y Jovellanos, que se mantuvieron en primera línea de la política nacional hasta su muerte, sucedida durante el conflicto.

También estuvo presente la generación más propiamente revolucionaria que encaró la crisis de 1808, con los Quintana, Argüelles, Blanco-White, Alcalá Galiano, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas o el Conde de Toreno. Y americanos, como el citado Mejía Lequerica y otros. Una generación ésta que descollaría después en la literatura, la historiografía, o la política del siglo XIX. Por encima de todos ellos, en lo que se refiere al ejercicio del poder, estuvo la figura del rey Fernando VII, un hombre poco dotado y de cualidades muy deficientes para afrontar las enormes dificultades de aquella crisis.

Al revisar esos mismos hechos desde la historia de las potencias más directamente concernidas, o desde la perspectiva general de la Historia Universal de aquel tiempo, se percibe mejor el papel transcendental desempeñado por España entonces. Y ello, tanto en el intensísimo periodo histórico de las guerras napoleónicas, como en sus prolegómenos durante las guerras de la revolución francesa, y en su epilogo del Congreso de Viena (1814-1815) y de la Europa dominada por la Santa Alianza. España, potencia aún importante en 1789, pasó a ocupar un lugar principal en el escenario mundial en la época de las Guerras Napoleónicas, viéndose situada en la posición central de todas las estrategias internacionales, sobre todo a partir de 1808.

Desde finales del siglo XVIII y hasta alcanzado casi el primer cuarto del siglo XIX, británicos, franceses, rusos, prusianos, austriacos, y hasta los norteamericanos, todos siguieron con la máxima atención los acontecimientos de España. Todos los gobiernos de Europa y América dedicaron muchas horas al tema español y enviaron a Madrid o a Cádiz, al menos en algún momento, a sus más experimentados y mejores diplomáticos, pues el desmoronamiento más que previsible de la vieja España y de su Imperio les hacía abrigar esperanzas de obtener grandes ventajas territoriales y estratégicas.

Los personajes de la política internacional que protagonizaron los principales  acontecimientos de esa época figuran, por derecho propio, en los puestos de honor de la historia nacional de cada unos de sus países, y en los principales de la historia moderna. El británico Pitt “el joven”, y sus más aventajados discípulos, como Castlereagh, Canning y Palmerston; o los norteamericanos Whashington, Jefferson, Madison, J. Q. Adams y Monroe; o los franceses Bonaparte, Talleyrand y, más tarde, también Chateaubriand; o los austriacos Francisco I y Metternich; o el zar ruso Alejandro I. Esos fueron los personajes extranjeros con los que tuvieron que tratar y contender los españoles que protagonizaron la revolución liberal.

LA CONSTITUCIÓN DE 1812

Juramento Cortes 1812 por Casado del Alisal

La “Constitución Política de la Monarquía Española”, de 1812, es el texto primero y, sin duda, más importante del constitucionalismo español. Quizá, sea también el texto más destacado del constitucionalismo moderno, en general. A lo largo de los años, su estudio ha atraído a juristas, políticos, historiadores, etc., españoles y extranjeros, lo que ha producido en el transcurso del tiempo una auténtica catarata de obras al respecto, muy superior en cantidad y calidad a los estudios habidos sobre otras constituciones liberales que le precedieron, como la norteamericana de 1776, o como las francesas que se sucedieron entre 1791 y 1804. Por si fuera poco, ante la inminencia de la conmemoración de su bicentenario, el número de textos y publicaciones aparecidos recientemente ha sido, de nuevo, altísimo.

Y, sin embargo, enjuiciar la obra constitucional de Cádiz parece que sigue siendo al día de hoy una difícil tarea. Los análisis y opiniones emitidos en este año de su bicentenario no han sido, por lo general, muy atinados. Por ejemplo, muy pocos se han parado a escuchar el aire de sinfonía que posee, aunque sea una sinfonía inacabada. Y casi nadie se ha detenido a analizar el propósito universal que la alentó. En general, los estudios más serios que se han hecho se han centrado en sus defectos, o en su fracaso, si es que cabe expresarse en esos términos, y algunos han tratado de otorgarle unos efectos fundantes de la nación que, sin ser menores, quizá resultan excesivos. Y es que, realmente, “la Constitución del 12”, “La Pepa”, fue otra cosa.

Los hombres que dirigieron el proceso, pese a sus divergencias, compartían criterios, anhelos e inquietudes. Trataron de reconducir una crisis colosal, salvando lo mejor de su pasado, a la par que construyendo unas nuevas instituciones, libres y desembarazadas de lo peor de ese mismo pasado común. A diferencia de los precedentes revolucionarios de USA o Francia, la magna obra gaditana pretendió armonizar algo más que unas colonias rebeldes, o que reorganizar una nación en bancarrota, como había sucedido en 1776, en los nacientes Estados Unidos, o en 1789, en la Francia arruinada de Luis XVI. Frente a esos precedentes, la Constitución de 1812 fue una obra de madurez y plenitud modernas, que aspiró a integrar en los nuevos tiempos, desde la libertad, al más vasto imperio hasta entonces conocido, definiendo la Nación española como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, (que) es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”.

La apelación al pueblo y la necesidad de unas Cortes Extraordinarias

Los éxitos iniciales de la sublevación, iniciada el 2 de mayo de 1808, fueron coronados el 19 de julio en Bailén. Tras ello, las diferentes Juntas de Insurrección, surgidas por doquier, comenzaron a coordinarse en un proceso que culminaría en formación de la Junta Suprema Central, en septiembre de ese mismo año. Una vez formado el órgano rector de la sublevación, la convocatoria de las Cortes era ineludible para cualquiera, fuera la que fuere su particular tendencia o posición política. La convocatoria era ineludible, y no sólo por razón de la urgencia de legitimar la espontánea acción insurreccional emprendida en todas partes, aunque también. Tampoco era inevitable por la sola razón de que, en ausencia de toda la familia real, retenida en Francia, se hacía inevitable apelar a la única fuente de autoridad a la que era posible acudir, es decir, al pueblo.

La idea de convocar Cortes Generales fue postulada desde los primeros momentos de existencia de la Junta Suprema Central, y más concretamente, desde su reunión de 7 de octubre de 1808. Y si esa idea consiguió abrirse paso con tanta facilidad fue por muy poderosas razones.

En primer lugar estaba el problema de la legitimidad del régimen bonapartista en España, aparentemente inobjetable desde un punto de vista estrictamente jurídico, para cuya desautorización sólo cabía apelar al consentimiento del pueblo, de la nación constituida en Cortes. También estaba el Decreto de Fernando VII, de 5 de mayo de 1808, antes de su renuncia a la corona,  en el que ordenaba que, en su ausencia, se formase una Regencia emanada de las Cortes. Pero también, y sobre todo, había una base intelectual común entre los españoles de la época, en lo que se refiere a las concepciones del poder y la política, que tenían aún la influencia de las doctrinas de los pensadores hispanos del Siglo de Oro. Unos pensadores cuyas obras seguían siendo estudiadas en las universidades de España y en las de todo el mundo. Una influencia que, en ese mismo tiempo, se había visto acrecentada por la apelación a sus teorías por los dos movimientos revolucionarios habidos en el siglo XVIII, en Francia y América.

Los rebeldes norteamericanos, en su revolución de 1776, habían invocado expresamente la doctrina de la soberanía popular contenida en la obra del Padre Las Casas. Y los revolucionarios franceses, en homenaje a Juan de Mariana, teórico clásico del tiranicidio, habían instituido como efigie de la revolución a la célebre “Marianne”, en 1789. Y es que la obra de esos autores españoles de nuestra época clásica, y entre ellos la de los dos mencionados, había establecido una teoría contractualista del poder que contenía peculiaridades que fueron muy apreciadas por los revolucionarios ilustrados de finales del siglo XVIII.

Como señala, entre otros, el profesor Rodríguez Varela, “en el momento en que la Edad Moderna se inicia bajo el signo del absolutismo, fundado en la visión amoral de Maquiavelo, en el cesaropapismo de Enrique VIII°, en el supuesto derecho divino de los reyes de Jacobo I, en la obediencia pasiva de Calvino, en la exaltación del poder de los príncipes por Lutero, en la soberanía absoluta de Bodín, en el galicanismo de Bossuet, o en el Leviatán de Hobbes, los teólogos, filósofos y juristas de la escuela española desarrollaron un sólido magisterio que tiende a fijar límites infranqueables a la autoridad temporal y a elaborar ideas que ejercerán influjo, directo o indirecto, en los grandes precursores del constitucionalismo”, en la modernidad.

Para Vitoria, Suárez, las Casas o Juan de Mariana, el poder, no obstante tener a Dios por causa última, pues para ello es el autor del orden creado y el supremo legislador, no se otorga al gobernante sin la participación y el consentimiento previos de la comunidad política a la que ha de gobernar. De modo que el poder del rey y de las instituciones procede de Dios, pero sólo en el citado modo mediato, no directa e inmediatamente. El receptor directo y depositario del poder legítimo que Dios otorga es el pueblo organizado en sociedad que, a su vez, lo entrega a los gobernantes mediante un acto, el pacto social, constitutivo de los poderes políticos concretos. La Res-Pública, es decir, la sociedad en tanto que cuerpo social políticamente organizado, es la que recibe directamente de Dios las potestades generales para su gobierno que, sólo en un momento segundo y posterior, se entrega al rey en forma de poderes de gobierno.

Como enseñaba Francisco de Vitoria en Salamanca, en los años centrales del siglo XVI “por constitución, pues, de Dios tiene la República este poder. La causa material en la que dicho poder reside es por derecho natural y divino la misma República, a la que compete gobernarse a sí misma, administrar y dirigir al bien común todos sus poderes”. El poder, como se ha indicado, se entrega por Dios al pueblo quien lo delega en la autoridad instituida como tal, por razón de ese mismo otorgamiento. Es decir, que el poder del rey, del príncipe o del gobernante de que se trate, nunca procede directamente de Dios, como habían sostenido las teorías justificativas de la monarquía absoluta, sino de la comunidad, el pueblo, que lo entrega a aquellos en un acto que es el constitutivo de la autoridad.

Pero ese acto de entrega no es irrevocable y, en ciertas circunstancias, es susceptible de ser revocado. Y la revocabilidad se puede producir, justamente, en caso de tiranía, como teorizará con detalle Juan de Mariana, pero también, desde luego, en el caso de ausencia del gobernante. Álvarez Junco ha subrayado la importancia que tuvieron entre los patriotas hispanos de 1808 esas teorías, tan arraigadas en España, cuando se produjo el improbable pero posible hecho de la ausencia del Rey legítimo, tras la marcha a Francia de la familia real, en mayo de 1808.

Esta comprensión del poder legítimo como poder limitado quedaba muy alejada de los planteamientos fijados en las teorías para la fundamentación de la Monarquía Absoluta, especialmente en sus versiones protestantes, y sirvió de base y de orientación a todos los desarrollos posteriores de inspiración liberal. Como acertadamente señala Rodríguez Varela, el pensamiento de esos autores españoles del Siglo de Oro influyó decisivamente en las obras de “Locke y Montesquieu, en los propulsores de la emancipación americana, en la redacción de las cartas sancionadas por las colonias independizadas de la Corona Británica, en los autores de la Constitución de Filadelfia de 1787 y de sus enmiendas, y en los movimientos que estallan con posterioridad en América Hispana, todos ellos coincidentes en su vocación emancipadora y en su adhesión al constitucionalismo”.

El caso español de 1808 se adaptaba perfectamente a los citados supuestos de revocabilidad y no podía ofrecer dudas este respecto. Con la totalidad de los integrantes de la familia real legítima apresados en Francia, los que se negaron a aceptar la nueva monarquía despótica de José Bonaparte, una tiranía, invocaron también esas teorías que les eran tan entrañables como bien conocidas, cualquiera que fuesen su demás posiciones ideológicas, para fundamentar en ellas la apelación al pueblo, que no otra cosa era la rebelión. Y también para fundamentar en esa misma idea de apelación al pueblo la convocatoria de las Cortes Generales y Extraordinarias, para 1810. Igualmente, los constituyentes de 1812 encontraron en esa teorización, tan ampliamente compartida, la base teórica para atender el establecimiento de la nueva Constitución, a la par que una sólida legitimación.

Al asumir esos fundamentos teóricos, los constituyentes de 1812 aunaban en sus bases doctrinales la tradición española más acendrada, la de la Escuela de Salamanca, con el liberalismo progresista del momento, tal como lo habían formulado los norteamericanos, en 1776, en su declaración de independencia y en su primera Constitución, y los franceses en su Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789, y en su también primera Constitución, de 1791. Pero esos precedentes constitucionales foráneos, que habían sido tan efímeros, no podían ser de gran utilidad para la colosal tarea emprendida por los constituyentes gaditanos que pretendían, ni más ni menos, que la completa reorganización del gran imperio hispano desde bases liberales. La tarea de los españoles requería otros parámetros que fueron buscados afanosamente por los constituyentes de 1812.  Continúa mañana 20 de octubre en ‘La Constuitución de 1812 (y II)’

(*) Este ensayo es resultado de la conferencia ‘La Constitición de 1812 en su bicentenario’, impartida por el autor en el Ateneo de Madrid en 2012.

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