noviembre de 2024 - VIII Año

Kafka: una meditación

Kafka (al que, en adelante y deliberadamente, llamaremos K) vivió su yo bajo la sombra. Bajo una sombra esquiva, gigante y permanente que habría de definir su personalidad y su obra.

Pocas veces, en verdad,  podría decirse tan rotundamente de un autor que su obra, de una manera casi palpable, muy vívida, constituye y justifica y explica su propia personalidad. Ahí no hay juegos con la ficción, afeites o disimulos que valgan. La obra de K es un monumento a la sinceridad. (A pesar de ello, algunos de los que le conocieron bien dicen que, en ocasiones, por las noches, al escribir, sonreía. Sonreía con una expresión de ironía en su rostro. ¿Sería ese todo su tributo a la ficción, una ficción que se quedaría para el interior de sus propios sentimientos? ¿Habremos de escrutar todavía más allá de lo conocido en su obra para encontrar alguna nueva explicación, para desvelar algún secreto?).

K ha abundado reiteradamente, a lo largo de sus elaboradas páginas, en su personaje, en el poliédrico personaje de sí mismo, y todo cuanto hubo acontecido al margen de él, pero en relación con él, no viene a ser sino el engrudo que enlaza entre sí las circunstancias de una vida: la que ha venido, a la larga, en ser la suya.

Las dudas acerca del amor de Felice son sus propias dudas existenciales transferidas a otro actor; su negra pesadumbre no es sino el reflejo de la sombra de ese yo metamorfoseado en un gran insecto: una percepción del mundo desde la insignificancia, si bien desde una identidad muy definida y clara.

La realidad para K devino en ser la representación de su indecisión, de su curiosidad llena de sospechas, de su asunción del vacío ontológico, de su voluntad transgredida, desconcertada, humillada. Quiso amar y no pudo. Quiso escribir y, a su entender, no pudo. Quiso ser y no pudo. Quiso vivir y no supo. Su indigencia espiritual, en apariencia, es inconmensurable y eterna. Sin embargo la significación de su personalidad y su obra son y serán eternamente enriquecedoras para el hombre que asuma la valentía espiritual de acercarse a sí propio y desee enumerar su vida.

“Antes no comprendía por qué no recibía ninguna respuesta a mi(s) pregunta(s); hoy no comprendo cómo podía creer ese poder preguntar. Pero yo no creía, sólo preguntaba”

Curiosamente, podríamos decir que no hay, en puridad, un personaje definido, relevante, en su obra, y sin embargo toda ella es personaje. Todo el texto –un único texto, en verdad, matizado aquí y allá a lo largo de su densa extensión- es un personaje; un personaje que, valga la redundancia, no alcanza, a pesar del tiempo y dedicación destinados a su configuración, a concretar una presencia física propia, unos límites definidos dentro de cuya unicidad pudieran situarse un pensamiento, una debilidad, un amor. No, Y sin embargo hay una gran sombra humana que llena cada resquicio de la obra de K con su presencia inquiridora, con su duda inacabada, con una fragilidad enfermiza que anima de continuo a la presencia del amor (así ocurrió con sus amigas o amantes) y, no obstante, una vez el calor de éste alcanza a tocar la vida que se expresa, un frío inexplicable y racional desmorona la emoción a favor de una nueva quiebra, de una duda más.

K no resultó insolidario, pero sí distante. No aleja con deliberación pero jamás acerca del todo. No juzga con rigor pero a la vez nada le ha de pertenecer hondamente, de un modo tenaz y humano. Su escritura recuerda mucho a ese Samuel Beckett que ha contribuido a instalar en la conciencia del hombre moderno la pregunta o preguntas acerca del tedio, de la necesaria infelicidad, acerca de ese gran espacio seductor llamado vacío. Se habla, ¿para quién? Se escucha, ¿para qué? Y, a pesar de ello, no cabría decir –no sería justo- que esa vieja ‘negritud’ de los cantos rosalianos (de Rosalía de Castro) persista o aún esté presente en alguno de estos narradores-pensadores, estos hacedores de filosofía dentro del minimalismo cotidiano.

Se trata, sencillamente, acaso, de una forma de ver que no proviene tanto de un sentido, la vista, como de una emoción, el corazón en su función zubiriana, esto es, ‘sintiente’. El que observa y describe y reflexiona lo hace sobre la vasta espesura de una sociedad (de un paisaje de Otros, como ha sostenido alguien) que une a su seducción su incomunicación. La seducción la aporta la lejanía del conocimiento a que incita ese ser colectivo (la realidad y los otros) que está más allá del observador. La incomunicación no es más que la ausencia de argumentos con la que ese observador se topa cuando ha querido ofrendar su vida y sus días en pro de una respuesta veraz y redentora. Todo se queda al borde de sí mismo: la posible respuesta y, por extensión, el propio hombre azorado y desnudo de amor, de voluntad. Ansioso y abandonado.

Si alguien llegase a expresar que la escritura de K rememora, en buena medida, los planteamientos vital-filosóficos de Nietzsche, en mi opinión estaría en lo cierto; no erraría el análisis. De hecho, no sería descabellado sostener aquí que Nietzsche abrió las puertas de la modernidad al hombre atribulado, y Kafka no hace sino responder a tal guión: eso sí, de una manera tan consciente y lúcida que por razón de ello continúa todavía siendo uno de los grandes guías de nuestra soledad, la poseedora del argumento final, ¿acaso redentor?, en que el hombre de hoy se debate a la busca –también Kafka- del tiempo perdido en la medida en que hemos reparado (Proust ha reparado por todos nosotros) que perdiéndole a él, visible y trágicamente estamos perdidos.

“Pero si yo creía realmente tener que efectuar de nuevo el descubrimiento, ¿por qué me desdecía tan alegremente del descubrimiento en la introducción? Esto podía ser una hipócrita modestia, pero era algo más enojoso. Yo desvalorizaba el descubrimiento, le concedía atención solo para desvalorizarlo; lo había investigado y lo dejaba a un lado”

¿Existe dejadez de aquello que se abandona por falta de convicción? El autor puede exponerse a una crítica agria en cuanto que su obra ha sido concebida con premeditación para que resulte confusa, no resuelta; con ello ganaría, quizás, una emoción devenida con trampa, que no procede de la inteligencia o la sinceridad del texto. El autor resultaría un tramposo (no exento de una cierta maldad) si ha ido disponiendo claves erróneas allí donde el lector esperaba continuidad, pasión vital, desenlace.

K no expresa ni aporta desenlace; sin embargo no es necesario, pues éste parece estar implícito desde un primer momento de la acción, desde la primera palabra. Lo que anula el posible juicio de insinceridad o maldad preconcebida para engañar al lector. Debido a ello, a esa su ‘naturaleza narrativa’ K el escritor (y así debiera ser, en buena medida, todo autor) convoca a aquellos lectores que, de algún modo, le son propios. A nadie más, salvo los inevitables y escasos curiosos. Los suyos son necesariamente lectores espirituales, afines a un compromiso y una voluntad de duda que rebasa cualquier definición mimética.

El lector prolonga, he aquí, la obra de K en la misma proporción en la que asume esa tragedia consciente y elegida que es el acto de vivir. Y que entra de lleno en los ‘matices’ del vivir: el amor, la venganza, la densidad y urgencias del silencio ontológico en que el actor (y todos los personajes son, en un momento dado, héroes, derrotados sombríos, luchadores dentro de la niebla de la existencia: todos son protagonistas únicos; incluso aquellos que, careciendo de relevancia en una obra, aparecen en un momento dado, en sus diarios, en sus notas, en sus borradores…) desarrolla su peregrinar, que es ansioso pero lento a la vez, triste y lejanamente esperanzado, aunque fuese por la inevitabilidad de la confirmación de la derrota…

Felice Bauer y Franz Kafka

Canetti, en su ensayo sobre el autor y en sus aforismos, nos ha ayudado a llegar al alma de K En la breve y luminosa inteligencia trágica de estos últimos están el principio y el fin de la obra kafkiana: “he ahí la lucha, más el único argumento existente es la lucha”, piensa, al final, el lector que ha decidido entrar (haciéndola suya) en la trayectoria del sujeto sin destino por falta de definición de éste, por lo tanto carente de garantías.

También Ciorán el aforista (ese itinerante pensador de las religiones del hombre solitario) podría resumir la esencia del ‘ser’ de K: el ser que nos ha legado a través de sus textos, cuyo final no nos ha sido dado, nos anima renovadamente a la lectura; toda su obra no es sino una invitación al gozo melancólico de que ese final nunca llegará.

Es como si K hubiera considerado que el final estaba ya implícito, como argumento principal, en el origen de cada texto. Ha construido, así, una a modo de reflexión perezosa, de filosofía de la lentitud donde el hombre atribulado es el hombre que vive más intensamente, y ello en la consciente claridad de ser vivido, no de vivir exactamente según lo que hubiera deseado su idea de la felicidad.

Cuando la felicidad aparece (algunos escasos momentos en relación con la amada o en la deducción solitaria de un pensamiento que se convierte en gozosa sorpresa) es siempre fugaz y actúa más que como detonante con atributos propios de protagonismo, como contrapunto de una situación más duradera y menos feliz. Y vuelta a la monotonía cierta, a la comprensión a favor de lo inacabado. Proust amó miméticamente a la monotonía. K la amó filosóficamente.

Solo ellos, por esa razón, poseen los mejores atributos para la ironía. Y acaso fue así. ¿Quién podría decir que, en el fondo, su obra no ha resultado ser un genial monumento a la ironía? Poseían inteligencia y tristeza observadora. Y meditaron largamente, cada uno a su modo solidario, acerca del amor. Fueron, de hecho, sinceros y profundos amantes. El uno bajo el predominio exterior de las formas; el otro, K, bajo el predominio interior.

En K apenas aparece (creo que podría sostenerse, genéricamente, tal afirmación) el paisaje. Y cuando aparece no se entrega a él sino que lo invierte, lo hace suyo. El vive, más que nada, en lo cotidiano; lo consuetudinario, lo común, es su paisaje. Cualquier recurso es bueno para confirmarse en la propia soledad.

“Pero si yo mismo distingo entre ‘se’ y ‘yo’, cómo me puedo quejar entonces de los otros. Tal vez no sean injustos (hacia mí), pero estoy demasiado cansado para comprenderlo todo”

En realidad es a los otros a quien acudimos en procura de la solución a nuestro desconocimiento: sobre todo hacia nuestro auto-desconocimiento. Una practica que, si ha sido realizada con amor, inteligencia y libertad, habrá de revertir a favor de esos otros –que ahora serán ‘los otros’- a los que antes habíamos acudido.

Claro que, ¿se acude a los otros en genérico o bien a quien realmente se acude es al Otro en concreto? Es decir,  ¿son los otros con su distinción propia, con sus peculiaridades y ruinas quienes proveen al escritor atribulado de conocimiento o es, mejor, el Otro, ese interlocutor ubicuo que la inteligencia crea –eso sí, a partir de ejemplos concretos de los otros- quien aporta en verdad el conocimiento de la claridad que necesitamos a fin de no caer en la sombra de la duda, de la eterna duda? Yo optaría por el valor del Otro; abiertamente. Y a mi entender K también lo ha hecho, ciertamente.

Es bien cierto que la confesión de un amigo, o una circunstancia pueril en su relación (¿también, en ocasiones, pueril?) con la amada, o una casualidad cualquiera de lo real-cotidiano pudieron despertar en el autor la duda grave de trascender lo anecdótico dando categoría de pensamiento y reflexión a algo estrictamente casual; ahora bien, quien, a la larga, ejerce su función es esa interlocución que a modo de resorte, de identidad y defensa, es el producto imaginativo de ese Otro que, asumiendo en sí las condiciones solo vagamente expresas por la realidad concreta, las sintetiza y agrava (en sentido filosófico) y otorga condición racional para, a partir de ahí, volver una vez más al verdadero objeto del escritor consciente: el análisis de su sombra. O, mejor aún, de sus sombras.

Es ahí, en el centro de esa dialéctica establecida, donde K puede llegar a distinguir entre ‘se’ y ‘yo’ que, a la postre, no son sino, en buena medida, los poseedores de la identidad en esa dialéctica eterna: yo, y, a la vez, el Otro. (Al punto, y eso lo sabe quien haya hecho del pensamiento especulativo un ejercicio de la existencia, el yo es ‘se’, y el Otro ‘yo’. ¿O al revés?).

No, K no es un escritor confuso que aliente la existencia de la duda más allá del beneficio de la soledad ni deja posar definitivamente la sombra sobre el hombre que ama. No. Antes bien, el escritor, adoptando conscientemente la forma más humana que su pensamiento observador pueda depararle, lo que acomete es el camino de la libertad, para lo cual cualquier obstáculo –sobre todo los del pensamiento, esto es, aquellos que no son materiales ni obvios, es decir, aquellos que habríamos de acoger bajo el epígrafe de Duda- es una incapacitación en el camino hacia el futuro, hacia el horizonte, hacia la claridad que ha seducido al observador solitario desde el primer momento.

Ese observador, al mirar-desear, no ha reparado en la realidad material de los impedimentos físicos, sino que, habiendo mirado con el espíritu de su insignificante unicidad (o soledad) lo que ha divisado a lo lejos y le tienta con su oferta liberadora es un objeto de amor, es un destino para la inteligencia y el corazón.

Quien leyera con la apasionada lentitud del que ama sabrá –habrá sabido ya- que K no ha arrojado ni una sola sombra encima de nosotros, no ha puesto ningún obstáculo en nuestro destino; solo nos dice que el camino guarda sombras, a la vez que nos invita a seguir.

“Al mirar al horizonte, vio que el Destino era un inmenso…” Así se inicia, en verdad, la carta de amor de K, su testamento literario.

Lo dicho es solo una parte de su brevísima historia.

Nota: Los pasajes citados aquí han sido extraídos del libro: Franz Kafka: Meditaciones. (Edimat, Madrid, 1999)

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