Sobre Mendizábal (1790-1853) se han dicho y escrito muchas cosas, unas favorables y otras no tanto. En 1868, en su monumental ‘Historia de la Guerra Civil y de los Partidos Liberal y Carlista’, Antonio Pirala (1) se refirió a él señalando que, en la terrible situación que vivía España en 1835-1836, ‘Para fortuna de la causa liberal, un español, lejos entonces de su patria, era el destinado a salvarla’. Su obra más famosa había sido una desamortización, de las cuatro o cinco habidas antes, según las contemos. Una desamortización de éxito y que es más popularmente conocida como La Desamortización, así, a secas y con mayúscula. Estadista, Mendizábal lo fue, sin duda, y Pater Patriae para los liberales durante los 100 años que median entre su mandato como Primer Ministro de España y el comienzo de la última guerra civil (1936-1939).
Benito Pérez Galdós, cuyo centenario celebramos en este año 2020, tituló con su nombre uno de sus Episodios Nacionales, concretamente el segundo de la tercera serie. Y en este 2020, en el que también se conmemora el Bicentenario del Ateneo Español de 1820, precedente inmediato del actual Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, no estará de más recordar que fue socio de éste último desde su fundación en 1835.
Los conservadores y los moderados le cuestionaron siempre. Menéndez Pelayo le dedicó un amplio artículo es su Historia de los Heterodoxos Españoles, en el que, aun reconociendo su honradez personal, escribió: ‘La revolución triunfante ha levantado una estatua a Mendizábal sobre el solar de un convento arrasado, … la revolución ha acertado gracias a ese instinto que todas las revoluciones tienen en perpetuar, fundiendo un bronce, la memoria y la efigie del más eminente de los revolucionarios, del único que dejó obra vividera, del hombre inculto y sin letras que consolidó la nueva idea y creó un país y un estado social nuevos, no con declamaciones y ditirambos, sino halagando los más bajos instintos y codicias de nuestra pecadora naturaleza’ (2), refiriéndose con ello a la desamortización de 1836.
Los tradicionalistas (carlistas) lo consideraron casi como un enviado de los poderes infernales. Con posterioridad, socialistas y comunistas, como Tuñón de Lara y otros, tampoco lo han apreciado mucho. Curiosa coincidencia de los vestigios del absolutismo, los carlistas, con los socialistas y comunistas. Para estos últimos, Mendizábal fue un típico representante de la burguesía capitalista, que desperdició la posibilidad de hacer una reforma agraria ‘de reparto de tierras a los campesinos pobres’, mediante su desamortización. Tampoco los hispanistas extranjeros tuvieron nunca mucha simpatía por Mendizábal. Para el británico Raymond Carr, en su tan célebre como desafortunada obra ‘España 1808-1939’, Mendizábal no pasaba de ser un ‘vulgar judío’ y un ‘banquero de segunda’. Tres inmensas falsedades: desde luego no fue un hombre para nada vulgar, nunca fue banquero y tampoco era judío, pues hasta se conserva su partida de bautismo. En esa cualificación profesional de banquero, volvería a insistir el francés Pierre Vilar, en su también poco feliz ‘Historia de España’.
En realidad, Mendizábal fue un financiero, es decir, un comerciante que organizaba operaciones de obtención de fondos para financiar proyectos industriales y comerciales. Y un financiero de éxito. Tuvo una importante oficina en Londres durante su primer exilio, de 1823 a 1835, y otra en París, de 1843 a 1846, durante su segundo exilio, que quebró, dejándole en una precaria situación económica. Su gran preocupación, como hacendista, fue la reconstrucción de la Hacienda Pública española, y desde luego que lo consiguió. Cuando fue nombrado Primer Ministro, en 1835, anticipó de su bolsillo varios millones de reales a la Hacienda Pública, que le fueron devueltos a sus herederos, y en parte, después de su muerte (1853). No murió en la indigencia, pero sus últimos años de vida los pasó rodeado de muchas estrecheces.
Precedentes de la Desamortización de 1836
La idea de desamortización, en 1836, tenía ya varios antecedentes, desde mediados del siglo XVIII. Al parecer se gestó en el entorno de la campaña que llevó a la expulsión de los Jesuitas de España (1767) y a su posterior disolución, en 1773, donde se había suscitado la idea, al calor del debate que inevitablemente surgió sobre qué destino dar a los muchos bienes raíces de titularidad de la Orden.
Campomanes (1723-1802), Ministro de Carlos III y uno de los artífices de la disolución de los Jesuitas, ya había recomendado la desamortización en 1765, y no sólo para los bienes de esa Orden. Jovellanos (1744-1811) la retomó en su famoso Informe sobre la Reforma Agraria, en 1795. Y siguiendo esas indicciones, Godoy (1767-1861) inició las primeras medidas desamortizadoras, en 1801. Una desamortización que tuvo la expresa autorización papal y que Godoy volvió a utilizar más adelante. Desde finales del siglo XVIII, el Papado había ido concedido a los reyes de los países católicos, la facultad de suprimir órdenes religiosas que estuviesen integradas por 12 o menos miembros, en total, pudiéndose quedar con los bienes de las mismas a cambio de garantizar la subsistencia de los disueltos y de aplicar los bienes que se obtuviesen a finalidades de utilidad general, pública o social.
Durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) también se aplicaron o decretaron desamortizaciones, tanto por el gobierno de José I Bonaparte, como por las Cortes de Cádiz. Todas ellas se suspendieron en 1814. Y nuevamente, durante el Trienio Liberal (1820-1823) se adoptaron medidas análogas, que fueron suspendidas -que no abolidas- en 1824, al restablecerse el absolutismo de Fernando VII. Todo ello se hizo invocando los precedentes sentados por el Papado y por la Monarquía, que habían terminado por dar a la Corona la facultad de ejecutar, por sí misma, esas medidas de disolución de órdenes religiosas, si bien acotada a los casos que puntualmente se presentasen. Esa había sido la base desde la que se habían sugerido por Jovellanos, y acometido por Godoy, las primeras disposiciones desamortizadoras. Y también fue esa misma base jurídica que la que amparó las medidas desamortizadoras emprendidas por José Bonaparte y por la Cortes de Cádiz y los revolucionarios de 1820.
La Desamortización de 1835
Tras la muerte de Fernando VII, el 29 de septiembre de 1833, su hermano D. Carlos lanzó a sus partidarios a la guerra civil. La viuda del Rey, la Reina Gobernadora Mª Cristina, junto con la camarilla cortesana, comprendieron que la única manera de conservar el trono para la reina niña Isabel II era buscar la alianza con los liberales. No es este el momento de explicar las bases y causas de la Primera Guerra Carlista, pero también ésta incidió en la aceleración de las medidas desamortizadoras. En lo que se refiere a dichas medidas, entre 1834 y 1835, bajo Martínez de la Rosa (1767-1862) y Toreno (1786-1843), sobre la misma base jurídica antes referida, se retornó a impulsarlas. El Gobierno de Toreno, el 25 de julio de 1835, promulgó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica, por la que se ordenó suprimir todos los conventos que contasen con doce religiosos o menos. Fue el primer paso.
El nombramiento de Mendizábal como Primer Ministro, el 14 de septiembre de 1835 dinamizó el proceso, siendo la desamortización una medida trascendental, dentro de las muchas de orden político y económico que adoptó su gobierno. Mendizábal pensaba que la libertad de comercio y la liberalización de los mercados eran el secreto del desarrollo económico, porque la generación de riqueza es el único modo de elevar el bienestar general. En el proceso de generación de riqueza, los intercambios que se producen, los servicios que se requiere de muchos en toda gran empresa comercial o industrial, terminan por originar beneficios económicos para todos los agentes que intervienen en ella y, finalmente, termina repercutiendo en el conjunto de la sociedad.
La desamortización de Mendizábal se hizo mediante Decreto de 11 de octubre de 1835, que declaró disueltas la totalidad de las órdenes religiosas que tuviesen 12 o menos integrantes en total. Mediante los Decretos de febrero y marzo de 1836, se estableció la nacionalización de esos bienes y su venta, que comenzó el mismo año de 1836. La desamortización desplegó efectos económicos muy positivos. La enorme masa adquirida de ‘bienes nacionales’ fue la base económica que permitió restaurar el crédito internacional de España. También permitió comenzar la ordenación y el saneamiento de la Hacienda Pública, destruida desde 1808 y, sobre todo, permitió crear un mercado inmobiliario digno de tal de nombre. Y, a pesar de todas las vicisitudes de la guerra carlista, así como de los obstáculos de diverso género que se oponían al cabal cumplimiento de los decretos, entre 1836 y 1844, la desamortización produjo para la nación un alivio de diez mil trescientos cuarenta (10.340) millones de reales, en una época en que, incluidos las cargas originadas por la guerra carlista, las cifras de gastos de los Presupuestos Generales del Estado se situaban en torno a ochocientos (800) millones de reales al año. Los ingresos obtenidos en esos 8 años ofrecen el siguiente detalle, expresados en reales (3):
4.000 millones de créditos que devengaban el interés de 4 y 5 por 100 al año.
1.400 suma durante ocho años de ciento ochenta millones año, de intereses.
4.500 millones de Deuda sin interés.
400 millones en obligaciones metálico, que el Tesoro fue realizando.
Consecuencia directa de la desamortización fue la creación del mercado inmobiliario, el aumento de las roturaciones y de la superficie cultivada. Con ello aumentaron los excedentes, que mejoraron el abastecimiento del mercado nacional y las exportaciones. Y aumentaron las bases imponibles tributarias y, con ello, se incrementó la recaudación de la Hacienda Pública, que quedó reconstruida y con fondos, por fin, desde la gran quiebra de 1808-1814. La acumulación de recursos de origen agropecuario y la riqueza generada por la aparición del mercado inmobiliario, permitieron a España iniciar la vía del desarrollo industrial en los decenios siguientes. Así lo han reconocido todos los tratadistas que han estudiado el proceso, y entre los que cabe citar a Juan Velarde Fuertes (4). Complemento indispensable de una economía de mercado, fue la declaración de la libertad de movimientos y de la libertad de ocupación y para escoger oficio, o profesión, que quedaron consagradas en la Constitución de 1837. Esta reforma, adoptada en diciembre de 1835, perduraría definitivamente.
También tuvo la disolución de las órdenes religiosas efectos en el sector financiero y en la banca, cumbre y centro de mando principal en una economía comercial e industrial. Hasta el siglo XIX, en España, el crédito había estado en gran parte en manos de las órdenes religiosas, que prestaban bajo garantía hipotecaria y bajo pena de excomunión. De modo que apenas existían entidades bancarias privadas o particulares. Mendizábal estableció las condiciones para la creación de bancos privados, que alcanzarían en los años siguientes algunos hitos notables, que se han mantenido hasta la actualidad.
Mendizábal es un personaje atípico entre los jefes de gobierno españoles de la modernidad. Llegó a Primer Ministro sin ser noble, ni cortesano. No fue militar, ni político profesional, ni funcionario, y no se perpetuó en la actividad política. Fue un hombre del comercio, un financiero con inquietudes políticas, pero sin veleidades caciquiles, un caso único entre los gobernantes hispanos de los últimos doscientos años. Ha pasado a la historia como el líder de la Revolución Española, iniciada en 1808, a quien se atribuye el mérito de haber logrado su triunfo definitivo. Pero, en realidad, más que el cabecilla, fue el dominador de la oleada revolucionaria abierta en 1834, salvando con ello el trono de Isabel II. Mendizábal significó el último instante de esplendor del espíritu del primer liberalismo español aún no contaminado del ‘revolucionarismo francés’, si me permiten la expresión, el espíritu de las Cortes de Cádiz, justo en el momento en que dicho espíritu estaba a punto de desaparecer definitivamente.
Hombre nacido en el Siglo de las Luces y forjado en la experiencia de la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz, Mendizábal fue leal a la Corona, partidario de la más estrecha alianza con Inglaterra y defensor de la unidad liberal. Y, sin embargo, la Corona lo traicionó varias veces, tanto en vida como después de su muerte, Inglaterra no lo apoyó tanto como él esperaba y hubiera necesitado, y el partido liberal se rompió definitivamente, justo entre 1835 y 1836.
Desde su juventud, y probablemente toda su vida, estuvo imbuido de las pasiones políticas de la época, pero a medida que su figura cobró importancia, tomó partido por el posibilismo frente al dogmatismo de los más radicales. Fue un revolucionario liberal que, con el tiempo, se fue haciendo más liberal y menos revolucionario, paulatinamente desengañado de las grandes promesas y cada vez más partidario de las reformas aparentemente más pequeñas, aunque más efectivas. Persona de orden e inclinado por su carácter al acuerdo, dirigió un país en guerra civil, tuvo que enfrentarse a la anarquía de los exaltados y protagonizó la quiebra de la unidad liberal, entre moderados y progresistas, que ya no se recompondría nunca.
La acción de gobierno de Mendizábal fue todo lo contrario a la de un idealista y es imposible idealizarlo sin caer en el absurdo. Pero, como la mayoría de los hombres de 1808, fue un genuino heredero del mejor espíritu liberal español, configurado durante el siglo XVIII, que no careció de gran pasión por los asuntos públicos ni, desde luego, de patriotismo. La aparente paradoja de su toma del poder personal y de su gobierno en régimen de excepción, no dejó de ser en el fondo muy propia de la España de la época. Hubo más lógica que dogmatismo en todos sus actos, como los resultados de su acción de gobierno demostraron.
Notas
(1) Pirala, Antonio: ‘Historia de la Guerra Civil y de los Partidos Liberal y Carlista’, tomo II, pagina 335, de la, segunda edición corregida y aumentada con la historia de la regencia de Espartero, editada por la Imprenta del Crédito Comercial, Madrid 1868.
(2) Menéndez Pelayo, Marcelino: ‘Historia de los Heterodoxos Españoles’, en volumen II, página 1145, de la edición facsímil del CSIC, Madrid 1992.
(3) García Tejero, Alfonso: ‘Historia Político-Administrativa de Mendizábal’, volumen I, página 197, Ortigosa y Tello editores, Madrid 1858.
(4) Véanse la opinión de Juan Velarde Fuertes en, entre otros trabajos, los artículos ‘Isabel II y su época: una nota sobre el pensamiento económico y la realidad de la España isabelina (1830-1868)’, Cuadernos de Investigación Histórica, nº 21 (2004), páginas 319-353, y ‘Los tres momentos de la economía española durante la Revolución Industrial’, Torre de los Lujanes, nº 58 (2006), páginas 9-17.