En medio de la batahola de información –y de bulos- que estremece la actualidad, debe quedar un margen, siquiera exiguo, para la reflexión. La epidemia global que hoy sufrimos ha puesto de relieve numerosos desafíos que habrá que afrontar. Muchos de ellos son conocidos. Yo quiero elegir uno, que considero crucial: el que implica resolver la ecuación que relaciona la seguridad y la libertad en medio de un trance pandémico de la envergadura del que ahora afrontamos.
Solemos definir tal relación como inversamente proporcional; es decir, cuanto mayor sea la libertad, pensamos que menor será la seguridad y viceversa: a más seguridad, menos libertad. Por ello, cuando much@s de nosotr@s hemos contemplado ahora las fotografías de las recientes manifestaciones del 8 de Marzo, con centenares de miles de mujeres en las calles reivindicando sus derechos -que son los de tod@s-, la reacción inmediata suele ser por inercia la de llevarnos las manos a la cabeza y decirnos a nosotr@s mism@s: ¡qué imprudencia! ¡¿Cómo no nos percatamos del peligro que corríamos?!
Permítanme remontarme a un episodio que examina periódicamente el estado de opinión mundial sobre los valores sociales vigentes. El sociólogo estadounidense Ronald Ingelhart (Milwaukee, 1934), desde la Universidad de Michigan, estudió la dinámica observada en el universo axiológico-valorativo de sociedades industriales avanzadas y post-industriales. El científico social estadounidense demostró, sobre fundadas bases empíricas, que a cada forma de organización de la vida social corresponde una configuración de valores propios. Y que tal configuración coincide, grosso modo, con el tono o el sesgo, benéfico o adverso, que adquieren los tiempos. Versión claramente relacionada con la determinación de la infraestructura material sobre la superestructura ideológica, ya teorizada un siglo atrás por Karl Marx, aunque tal influencia acostumbra ser difícilmente admitida por el timorato mundo académico norteamericano.
En base a esta determinación, Ronald Inglehart estableció que en las sociedades industriales avanzada y posindustriales, los ciclos de prosperidad y de bienestar registraban valores sociales post-materiales, relacionados con la autoexpresión, la autonomía personal, la tolerancia, la esgrima y defensa de las libertades personales y colectivas. Por el contrario, cuando los tiempos se tornaban adversos a consecuencia de las recesiones económicas y/o las involuciones políticas, los valores sociales vigentes viraban hacia la seguridad individual, la materialidad concreta y la defensa de lo inmediato poseído, así como hacia las autolimitaciones sociales; y ello con un presumible saldo de irracionalidad latente en las situaciones desventajosas. En la fase regresiva, pues, las opciones políticas primaban el orden y la seguridad, mientras que en las progresivas, se acentuaban las apuestas políticas de contenido emancipatorio.
La Encuesta Mundial de Valores
Con tal aparato teórico, Ronald Ingelhart, impulsó desde 1981 – aún hasta enero de 2018- la llamada Encuesta Mundial de Valores, codirigida por el catedrático español de Sociología Juan Díez Nicolás. En ella, generalmente cada seis años se miden a escala mundial estas dimensiones valorativas, axiológicas. La última de sus mediciones, en su séptima oleada, abarcó 80 países, con más de 100.00 encuestas realizadas en otros tantos hogares. Según sus cálculos, las crisis económicas y la desigualdad rampante nos sitúan en hoy una etapa donde prima la percepción de inseguridad e incertidumbre sobre el futuro. Ni que decir tiene que tal estado de ánimo promueve disyuntivamente configuraciones políticas y sociedades regresivas.
Recurro a este precedente documental para subrayar que la sociedad, en su conjunto, así como sus distintas estructuras, clases o géneros, precisamente por sus distinciones de posición social, de propiedad, de poder y de empleo, exhiben percepciones diferentes respecto de la realidad social. Y, en nuestro caso, una sociedad dinámica como la española, pese a la estela dejada aún por la crisis de 2008 y todavía no superada, muestra recurrentemente pulsiones emancipatorias, como el propio sentido del voto refleja al permitir el primer Gobierno de coalición de izquierda desde el arranque de la democracia.
Un movimiento reivindicativo como el que acompaña el proceso de emancipación de la mujer en sociedades posindustriales como la española de nuestros días, considera absolutamente prioritario dar visibilidad a la autoexpresión de su lucha política por mantener los avances sociales de género, tan laboriosamente conquistados en las últimas fechas. Por ello, las mujeres se echaron a la calle este 8 de Marzo: las más concienciadas mostraban que no podía detenerse un proceso político de aceleración histórica que, de paralizarse, retrotraería las cosas a un estadio involutivo, social y políticamente degradado, como el que las mujeres han sufrido en nuestro país secularmente.
Desde luego, el 8 de Marzo no existía aún la misma obsesión, hoy dominante, ni la información elaborada, sobre el alcance exponencial de la expansión del virus corona. Pero, con todo, el crucial colectivo femenino exhibió, con su demostración política en las calles, que los valores de autoexpresión, igualdad y autonomía democráticas que reivindica son tan vitales como los que conciernen a la preservación de la seguridad personal. Y lo son precisamente hoy, por hallarse estos valores aquí más amenazados que nunca, tras el despertar del franquismo en forma de nuevo vector electoral apoyado por poderes fácticos que creíamos dormidos.
Cabe pensar que muchas de las presentes en las manifestaciones eran conscientes de cierto riesgo potencial que asumían en el plano sanitario; pero no es menos cierto que mantuvieron la conciencia de no retroceder ni un milímetro en lo hasta ahora avanzado, en su libertad y su pugna por la igualdad sociales, por ser todo ello garantía democrática de que todo lo demás, seguridad incluida, va a ser más solidaria y eficazmente defendido, pugnado y conquistado con la decisiva ayuda de la mujer empoderada. Nada de rasgarse pues, las vestiduras y nada de evocar imprudencias. La libertad, junto con la seguridad, son dos segmentos de la misma línea que conforma nuestras vidas. En democracia, libertad y seguridad nunca suman cero y su nexo es, quizás, el más potente y vigoroso antídoto frente al peligro, frente a todo tipo de peligro.