Cuando me hice mi primer tatuaje, una pequeñísima encina que luce minúscula en mi hombro derecho, debía tener veintidós o veintitrés años y mi madre me dijo que era una locura propia de presidiarios, marineros de oscura reputación y camioneros de piel y sombra nocturna, luego me puso una pomada con el cariño y la luz de una madre. Pero es verdad que no lo hacía nadie y era muy extraño, casi clandestino y podía frustrarte un trabajo e incluso un ligue, si ligabas con una niña de esas que tomaban Coca-Cola en el Vips del Paseo de la Habana (ya extinto), eran arrebatadoramente hermosas y se ponían el jersey sobre la espalda con gesto de coquetería al salir de misa.
Pero ahora todo ha cambiado, y es lógico, hay mucho de romanticismo en un tatuaje, mucho de artístico, de nostálgico, de melancólico, de soñador… es una forma entro lo radical y lo exquisito de llevar en la piel algo que amas, algo que sueñas, algo que está contigo o debería o estará algún día. El tatuaje es una flor en la piel que se abre o se cierra, es una leyenda que puede ser la nuestra, es una bruja que vuela en la escoba y se sale del cuento para llegar a la espalda más bonita y dulce que conocemos (la de nuestro amor, por ejemplo).
Los hombres y mujeres que llevan gran parte de su cuerpo tatuados, no es mi caso de momento, son como aquellos que deciden cambiarlo todo, hasta lo más difícil y se enamoran de un dibujo, de un dragón y lo llevan consigo como si de un matrimonio pasional y perfecto se tratara. Es verdad que hay algo de vicio en todo esto, creo que no tardará en tratarse la adicción a tatuarse en uno u otro lugar de nosotros mismos, sobre todo ahora que están creciendo lugares especializados en borrar los tatuajes ya hechos. Pero eso forma parte también de la vida, todo lo que amamos produce adicción si no sabemos controlarnos o no estamos en un momento equilibrado. Tatuarse el nombre de tu pareja, el de tus hijos, el de tus padres es designar en la piel los nombres de quienes te hacen feliz, de quienes consiguen que cada día sea nuevo, es un homenaje y a la vez un compromiso consigo mismo. Los que se tatúan fechas, eso le hubiera gustado a Machado que cantó a quien las grababan en los árboles, los que se tatúan firmas, esto es conmovedor para un grafólogo, los que se tatúan un poema, eso es ya la fiesta de las fiestas para un poeta…
Tatuarse es vivir como buscando un cuento de hadas. No importa que lo haga todo el mundo… las niñas del Vips aquel ahora tienen tres hijos y un marido Registrador de la Propiedad se han tatuado un delfín que vuela en su enhiesto cuello como diría el mismísimo Garcilaso.