Por Antonio Chazarra*.- / Abril 2017
Se dice que la memoria es selectiva. Es igualmente cierto que la verdad escuece. Por eso, algunos tienden a ocultarla, diluirla, tergiversarla o manipularla.
La dictadura franquista fue un periodo negro, odioso y tétrico. Se perpetraron horrores y se tendía a ocultar los hechos, a ignorarlos o a alterarlos sin el menor rubor. Desde este presente incierto tenemos derecho a reparar las mentiras y falsificaciones del pasado. La dictadura procuró tender un manto de silencio y que no se hablase de sus abusos.
Es necesario recordar, aunque sólo sea para poder decir lo que durante tanto tiempo se tuvo que callar.
Miguel Delibes ha sido uno de los novelistas más leídos y admirados del pasado siglo. Todavía recuerdo su novela "Cinco horas con Mario", en ella, Carmen, su viuda, reflexiona y divaga durante el velatorio de su marido. Una de las cosas que me impresionó fue que la censura suprimía guerra civil pues era imperativo escribir "cruzada" y eso que nos encontrábamos ya en los años sesenta. Es este uno de los múltiples casos, pero los encontramos por doquier, por ejemplo la ensaladilla rusa había que denominarla en el servicio militar "ensaladilla nacional".
¿Qué es la agnotología? podría decirse que es el uso continuado de datos falsos con la finalidad de engañar. Es también, la fabricación consciente e intencional de mentiras para producir desconocimiento, ignorancia y alienación. En definitiva, se trata de divulgar informaciones, datos o análisis erróneos a conciencia de que lo son, para ocultar hechos o datos que no se quiere que lleguen a los ciudadanos ni mucho menos que los comprendan y analicen.
La dictadura procuró, por todos los medios, ocultar, echar tierra encima, sobre un interesante suceso acaecido en 1957: la solicitud del Capelo Cardenalicio para el dictador Francisco Franco.
Eran tiempos del más crudo nacional-catolicismo. Quienes promovieron "la iniciativa" argumentaron que no querían ser tachados ni de oportunista ni de aduladores. Ha de recordarse que en pleno apogeo del nacional-catolicismo, no se hacía distinción del poder del estado y de la Iglesia y, quizás por eso, se solía ver al dictador bajo palio tal y como aparecía, una y otra vez, en el No-Do (Noticiarios y Documentales).
Es sabido que para ser nombrado Cardenal es preciso estar ordenado sacerdote. Los autores de la iniciativa, inasequibles al desaliento exponían en su petición que históricamente se habían hecho excepciones, por ejemplo con el Duque de Lerma, dicho sea de paso, famoso por sus astucias pero también por su corrupción y amor desenfrenado al dinero.
Asimismo mencionaban los promotores, en tono hiperbólico y de exaltación del dictador, que nadie merecía como él tal distinción, ni nadie había hecho más por la Iglesia Católica desde Constantino el Grande y Carlomagno. El propósito de elevarlo a mito es palpable y elocuente.
¿Está suficientemente atestiguado y documentado el hecho? Desde luego que sí. Lo cuenta Francisco Franco Salgado-Araujo, familiar del dictador. También hace alusión a él Eslava Galán. Por su parte, Fernando Díaz Plaja en su obra "Anecdotario de la España franquista" reproduce el texto de la petición que lleva por título "Nuestro invicto Caudillo, Príncipe de la Iglesia", señalando a Franco Salgado-Araujo como fuente de la noticia.
La sal y pimienta de la ocurrencia, no acaban ahí: se exalta a Franco como martillo de herejes y se alude, entre sus múltiples méritos, que ha extirpado de España el liberalismo y la masonería.
La iniciativa no prosperó. No hubo Capelo Cardenalicio para Franco, sin embargo, ahí queda por lo rancio y exagerado, el testimonio del intento fracasado.
No quisiera concluir estas anotaciones sin hacer alusión a la quema de libros que más parece situarnos en época de la Inquisición y de los autos de fe que condenaban al fuego a los enemigos de España.
Quien quema libros, quema ideas y aniquila con ferocidad a quienes ha señalado previamente como enemigos. Quien comete actos de fanatismo trasnochado como estos está proyectando una imagen de sí mismo... que luego es muy difícil de borrar.
Hubo quema de libros en el Berlín nacional-socialista... pero casi nadie recuerda o quiere recordar que, también, en Madrid, a finales de abril de 1939, recién concluida la Guerra Civil, el patio de la Universidad se convirtió en una ignominiosa hoguera.
¿Qué libros ardieron? Innumerables y variopintos. Por no citar más que algunos autores: Rousseau, Voltaire, Freud, Gorki y, por supuesto, Karl Marx fueron pasto de las llamas.
Los periódicos de la época dieron cumplida información de este incalificable acto; tanto el diario Arriba, de la Falange, como el Ya de la Conferencia Episcopal. Argumentaban que debían convertirse en cenizas las ideas liberales, las que defendían la leyenda negra así como los textos pseudocientíficos...
El Arriba, por su parte, acompaña la noticia de esta soflama incendiaria: "...filósofos y poetas, novelistas y dramaturgos, ensayistas y pensadores de un mundo a la deriva; en España los hombres jóvenes tienen el valor de quemar vuestros libros y, sobre todo, de quemarlos sin un gesto de aflicción" (2 de mayo de 1939). Bien es verdad que la Guerra Civil estaba recién terminada pero no puede ocultarse que apuntaban maneras.
Resulta indignante que estos energúmenos se atrevieran a dar lecciones de moral, pues bien, las daban erigiéndose en portadores absolutos de la verdad y las buenas costumbres.
¿Para qué sirven los libros y las ideas? Siempre he creído que para buscar la verdad... una verdad que quienes impusieron un régimen totalitario trataron de impedir a toda costa que pudiera buscarse... y mucho menos que se lograra encontrar. El odio al pensamiento y a la reflexión es indudable.
Quizás estudié Filosofía porque es esencialmente una búsqueda de la verdad. Quizás eso explica que la Filosofía tenga tantos enemigos y que algunos pretendieran y sigan pretendiendo suprimirla y borrarla del mapa... y desde luego del curriculum.
¿No será por qué ayuda a pensar y por qué descubre las artimañas y sofismas en que se basa la manipulación y la mentira? Esopo tenía razón. Muchas veces son los hechos quienes se encargan de refutar a los farsantes, a condición de que se sepa interpretarlos.
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